lunes, 14 de julio de 2008

Capítulo 5. Vianna do Castelo – Oporto.

1.

LUGAREÑA: ¿No os parece que todos los portugueses son muy feos?

TENIENTE: Mis amigas dicen que son guapísimos, pero yo nunca los he visto guapos. De todas formas, esperad a llegar a Lisboa, en las capitales todo el mundo es más guapo.

REIF: Es verdad, yo es llegar a Barajas y perder todos los kilos que me sobran.


Gracias al maravilloso horario GTM, ese que hace que en Portugal amanezca a la vez que en el resto de la península, pero tengan una hora menos, pudimos proseguir nuestra investigación en busca de Maddy desde una hora bastante imprudente para estar de vacaciones, cosa a lo que también habían contribuido unas jocosas camas que divertían a sus ocupantes rechinando con tan sólo mover las pestañas.

Aprovechamos el desayuno incluido de la residencia que nos ofreció una prima hermana de la abuela de Cuéntame, y estuvimos de acuerdo en lo bien que habíamos hecho cogiendo sólo lo necesario para cambiarnos de ropa y dejando las maletas en el coche.

Continuamos nuestro periplo portugués camino de Oporto, cuando no hacía más que llover y llover. La Lugareña, después de las fiestas de su pueblo y los cambios de lluvia, había continuado con unas molestias que ya presentaba el día anterior y se empezó a encontrar un poco al borde de la muerte por el catarro.

Ir de viaje en coche por las carreteras portuguesas, aun con mapa de carreteras en mano, es una temeridad. No sólo porque los portugueses conduzcan como locos y todas las autopistas estén en obras, sino porque como te descuides, atraviesas el país entero sin darte cuenta de los desvíos, ya que no tienen la delicadeza de señalizarlo todo quince veces antes, como ocurre en todas las carreteras de España (salvo las que rodean Santiago de Compostela). Mientras más creíamos que nos acercábamos a Oporto, más llovía, por lo que a mi se me ocurrió la genial idea de volver a cambiar de planes, y bajar mejor más al sur, que seguro que iba a hacer mejor tiempo. La Teniente ejercía una resistencia pasiva a volver a dormir otra noche suelta en un hotel, tan pasiva que no decía nada, a ver si le hacíamos caso por ósmosis o algo. La Lugareña, muy contenta, igual que yo, por nuestra ocurrencia de haber dejado las maletas en el coche la noche anterior, pero mala como los perros, no se decidía al cambio hasta que entramos en Oporto y yo expresé el argumento incontestatable:

  • Vamos a Coimbra, y Oporto lo dejamos a la subida que hará mejor tiempo. Total, allí no hay playa. Y si llueve le compramos un paraguas a los chinos, porque ¿habrá chinos en Oporto, no?.


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