martes, 17 de julio de 2007

Requiem

Lema del día: Todas las cosas pasan siempre en el momento más inoportuno.

MI PORTÁTIL HA MUERTO.
VIVA MI PORTÁTIL.

Ruego un responso por aquel que tan buen servicio prestó a mi causa, y que aguantó durante cuatro años lo que ningún ser humano, animal, vegetal o electrónico hubiera sido capaz de soportar, y menos durante tanto tiempo: a mí.
Debido a ello, este blog se encuentra de luto oficial, y no volverá a sufrir actualizaciones hasta que me traigan el portátil nuevo, que todos esperamos, sustituya con igual eficiencia al recientemente fallecido.
¡Que Dios (que no existe) lo tenga en su gloria!

viernes, 13 de julio de 2007

De boda en boda. Capítulo primero.

Lema del día: Si se encuentra bien, no se preocupe. Se le pasará (en cuanto llegue de vacaciones).

Las vueltas de vacaciones son siempre espantosas. Te encuentras con todo lo que se tendría que haber hecho en tu ausencia, básicamente porque no contratan a nadie para sustituirte. Como yo lo sabía, y el viaje a Cuba me había cambiado mucho la percepción de las cosas (haciendo que apreciara cada vez más mi carácter puramente consumista), decidí, el primer día tras volver a Las Palmas, para terminar de disfrutar un poquito, irme de rebajas. En ellas esperaba encontrar, aparte de ropa para este verano, porque he adelgazado y todo lo que me compré el verano pasado me queda grande, lo que precisaría para lo que va a ser el leit motiv de mis próximos dos meses de vida: traje para las distintas bodas.

Las bodas son unas celebraciones que consisten en que unos "amigos" tuyos (estoy un poco susceptible con el tema) se arruinan con la excusa de firmar un papel, y, como venganza contra el mundo, te hacen arruinarte a ti entre trajes, viajes (recuerdo que vivo en Canarias, y en verano los billetes salen por una pasta), regalos y donaciones en el acontecimiento (trozos de corbata del novio y de la liga de la novia, que no sólo se hace en las bodas de pueblo). Leido lo leido, puede parecer que yo sea un poco rácano, pero todos sabeis (incluida La Caixa) que no es así (de hecho me acaban de mandar la Visa Oro y me han aumentado el crédito de la normal por todo lo que gasto). En realidad lo que pasa es que yo el dinero prefiero gastármelo en mi, que soy la persona que más quiero en este mundo. Muac, muac.

Como iba desesperado buscando un traje de Hugo Boss, me compré dos. Uno de Adolfo, que ya a estas alturas está a punto de hacerme socio del negocio (la tienda de Viera y Clavijo no se sostendría si no fuera por mí), y otro de Pal Zileri, que, para los no entendidos, es una firma italiana de trajes de muy buena confección y precio inquietante (pero como estamos en rebajas, y después de todo lo que gasté en Cuba, entendía que yo me lo merecía todo). Como una cosa son las obligaciones y otra el gusto, terminé de hacer rico a Adolfo comprándome todas las camisetas de la serie del Corto Maltés que me faltaban, y alguna cosa para trabajar, y una camisa de Hugo Boss que me encantaba para el segundo traje, si hubiera sido de manga larga. Los pantalones los dejé para otro momento, aunque mucho me temo que no voy a llegar al remate.

Como me quedé pelado (porque uno no es rico aunque ejerza), no he podido visitar más rebajas. Mi vestidor, donde ya no me caben zapatos (ni calzoncillos, ni calcetines, ni camisas, ni abrigos...) me lo agradece, pero a mi se me llevan los demonios. Sobre todo cuando pienso en lo que llevo gastado en ese gimnasio al que no voy desde abril (creo que ya os conté que domicilié el pago para obligarme a ir...) y otras muchas superfluosidades que no utilizo (¿sabeis de la máquina de depilación mediante calor que me compré? Puede dar para mucho). Y es que vengo consumista, ya lo he dicho. Para lo único que he podido ir de tiendas es para buscar camisas y zapatos para los trajes, que no tengo manera. Me recorrí el otro día todo Triana (zona comercial de Las Palmas, este año no vuelvo por Sevilla, en principio, salvo a una de las bodas, que no se me cabree nadie), entrando, al borde del suicidio, incluso en Zara, con el asco que me da. Pero nada. Lo de los zapatos ya es cabreante. Todo lo más arregladito es con terminación en punta, y yo tengo el pie ancho, así que veremos a ver. Y más para lo que me duran puestos los zapatos (ya advierto: en cuanto me duelan los pies me pongo botines o me quedo descalzo, lo hago en todas las bodas, no os penseis los implicados que las vuestras van a ser distintas). No puede ser.

Decidí esperar a tener los trajes arreglados de bajos y esos ajustes para ir con ellos a ver qué coño me compraba (como no encuentre nada llevo una de las camisetas del Corto, lo digo desde ya), pero no he podido ir porque he estado terminando la información del viaje a Cuba de este blog, el diario conjunto, pasando al ordenata mi diario propio... y dejando para mañana la plancha. A ver si voy el lunes, que estoy salido de guardia, porque el domingo me han convidado a pasar el día en el hospital, comida y cama incluida, y vosotros sabeis que hay determinadas invitaciones a las que yo no se decir que no.

Así que, como había que comprar, porque la naturaleza de cada uno es como es, he comprado comida para tres años (que me comeré antes, para recuperar lo que perdí en Cuba, y poder quejarme de que la ropa se me ha quedado estrecha), y, por fin, esta tarde, he encargado portátil nuevo por internet. Y como estoy tonto, no le he dado a la casilla de fraccionar el pago, con lo que, entre lo que le debo a la Visa y al Corte Inglés, no voy a tener en los próximos dos meses ni para cervezas. Si me veis en la puerta de la catedral, por favor, darme argo.

El curro estupendo. Ya me he ganado otra reclamación (en una semana y media, todo un record), y el año que viene no me van a pagar productividad. Pero yo con la cabeza muy alta, por supuesto. Y estoy hasta los mismos huevos de todo el mundo. Creo que un bar es el negocio más fácil de poner, así que me lo estoy pensando.

Por lo demás, todo tranquilo. Playita ocasionalmente (está el tiempo hecho un asco en Las Palmas, y para ir a la playa hay que bajarse al sur), donde sigo ligando con locas muy locas, reencuentros con los amigos, para despedir a los que se van ahora de vacaciones entre otras cosas, y muchas cosas todavía pendientes desde que llegué del viaje. Mañana es la romería de Gáldar. Me han invitado a ir, pero entre que no tengo traje de típico, y que este fin de semana pretendo, por fin, descansar un poquito (que ya va siendo hora, no duermo sin levantarme temprano desde hace casi dos meses), y que mi pocilga habrá que adecentarla un poquito (aparte de que necesito planchar para poder ir vestido por la vida), he declinado la invitación. Así que poquito más de momento. Tampoco estoy hoy especialmente inspirado, pero bueno.

Por cierto, ayer intenté ver el nuevo programa de Jesús Vázquez, que cada vez me cae peor. Aguanté, creo, cuatro minutos. Tres preguntas rondan mi cabeza: ¿A qué están esperando para darles una paguita por minusvalía a los guapos?; si los listos son tan listos, ¿qué hacen en ese programa?; y finalmente, el señor Vázquez, ¿cómo se atreve a mirar con aire compasivo a todos los concursantes si él bien podría entrar en el grupo de los guapos, dado que, aunque es un tío inteligente, no ejerce? Si alguien tiene las soluciones, por favor que me las diga.

martes, 10 de julio de 2007

De vuelta a casa.

Lema del día: Cuando menos te lo esperas, la liebre viene a buscarte.

Se acabó. El viaje llegó a su fin. Y por tanto, la edición de lo que iba a ser este blog también. La cosa es que lo he pensado, y, para evitar que vuestras vidas queden vacías sin poder disfrutar de mí, seguiré contando mis peripecias veraniegas (bajo el título provisional de De Boda en Boda), que tampoco tendrán mucho que envidiarle a las ya referidas (y es que aunque no pase nada, uno sabe sacarle punta a todo).

Llegamos a La Habana. Efectivamente, tal y como pongo en el título, fue como llegar a casa. Todavía no logro entender muy bien por qué, con el recuerdo de lo que habíamos pasado al principio, pero la sensación fue esa. Nos bajamos de la guagua, que nos había dejado cerca del hotel, y nos fuimos andando, como unos havaneros del Vedado más, hacia el hotel Vedado, nuestra primera y última residencia en la isla. Salvo porque nos dieron habitaciones bastante mejores que al principio (para eso sirve ser educado cuando otros no lo están siendo) y que el bufet había empeorado considerablemente, no hubo grandes cambios. Bebimos muchos mojitos, arropados por una lluvia que salió con nosotros de Varadero, y nos acompañó durante todo el primer día, y comimos mucho en una cafetería al lado del hotel, porque somos de costumbres. Conchita se pasó mala todo el día por sobreingesta de café, al autodiagnosticarse una lipotimia que no tenía, y los demás nos dedicamos a arreglar el billete de vuelta a Las Palmas de Mari, que lo había sacado antes de su vuelta de Cuba.

Tras cenar en un restaurante al lado del hotel, porque Mari tenía cargo de conciencia con un camarero en edad de jubilación que le llevó una ensalada mixta algo pobre la primera vez (pepino y tomate), decidimos bajar al malecón. Conchita se retiró pronto, porque el café le duraba todavía. Unos prácticamente bebes nos invitaron a un cucurucho de cortezas, aunque nadie les dio las gracias hasta que nos fuimos, y Mónica se dedicó a hacer amiguitos con un chaval de Baracoa que estaba siendo algo pelma. Luego tuvo cargo de conciencia ella también y decidió que habría que volver para ir a Baracoa a pedirle al chaval una ensalada mixta.








El callejón de Hamel






Al día siguiente, y dado que ya habíamos repartido media maleta por el camino y no nos gusta viajar sin sobrepeso, para poder quejarnos
de lo que nos cobren, salimos a comprar regalos. Antes nos pasamos por el callejón de Hamel, una especie de sitio graffiteril, pero de artistas reconocidos. Nos gastamos lo que llevábamos encima en camisetas en la casa de las tradiciones (donde venden todo tipo de merchandising cubano, bastante más caro que en el mercadillo de al lado, pero nosotros seguíamos concursando), nos recorrimos media Habana Vieja buscando la CADECA (caja de cambio). Fuimos nuevamente conscientes de que la Biblia de Lonely Planet iba a ser el best seller del año, y de lo que une un libro en un país extranjero. La cosa es que otros bebes con Biblia en inglés, nos vieron la nuestra (que por fin usamos para hacer algo de lo que decía) y les ayudamos a interpretar el mapa. Como somos muy típicos, ya que estabamos al lado del Floridita, y Hemingway ha hecho más por Cuba que Rappel por los tangas de leopardo, decidimos emborracharnos a daikiris, comprar otro si-di y dar propinas, mientras nos congelábamos de frío, y miles de cubanos esperaban por la ventana nuestra salida para pedirnos shabones. La tapicería de las sillas del restaurante no tenía desperdicio.








La tapicería de las sillas del Floridita






El acoso cubano se transformó en esta ocasión en un leve rumor. Como ya dije, creo que fue, en nuestra primera visita, más el impacto que otra cosa. Porque en esta ocasión, íbamos despachando gente con muy buena educación y mucha soltura, negociando con e
llos, y mostrándonos, por una vez, absolutamente encantadores (salvo cuando se cruzaban los cables con chavales de Baracoa).

Una vez borrachos, volvimos a seguir quemando la Visa al mercadillo de Artesanía, al lado de la casa de antes, para seguir comprando recuerdos. Cuando nos hubimos gastado casi
todo lo que teníamos, regresamos al hotel con la excusa de dejar allí las cosas, aunque lo que queríamos era un mojito.









Anochecer en el malecón





Mari y Mónica se fueron a ver anochecer desde el malecón, donde, dicen, estuvieron muy amables, aunque les gritaran mentirosas porque nadie se creía que fueran españolas. Conchita y yo decidimos descansar un poco, y largarnos después por el Vedado para descubrir sitios típicos donde poder pasar la noche. Tras cenar, fuimos a una zona del malecón donde Conchita recordaba que había movimiento, aunque el movimiento, como ya vimos desde el taxi, estaba al
lado de nuestro hotel. Como era tarde, el movimiento se había movido, y nos trasladamos (por fin) a La Zorra y el Cuervo. Este garito, de entrada considerablemente cara, es un club de jazz latino donde hacen actuaciones en directo, que está al lado del hotel, y al que habíamos querido ir desde el principio, aunque nadie lo intentó. Vimos un concierto estupendo de un pianista del Buena Vista Social Club, y Conchita le compró un si-di que él firmó con mucho cariño.








La Habana de noche





Mari y Mónica se retiraro
n a dormir, porque ya habían tenido muchas emociones, y Conchita y yo, que decidimos hacer justo esa última noche lo que habíamos pensado hacer antes de llegar a la isla, es decir, estar con los cubanos, decidimos seguir. Nos metimos en una discoteca al lado del garito de antes donde un showman presentaba un entretenido concurso en el que una mejicana y una cubana cantaban y bailaban para ganar no sabemos qué, mientras nosotros nos tomabamos unos mojitos en unas indescriptibles mesas redondas con manteles de cuadros. A Conchita le pareció muy auténtico. A mi un cutrerío. Tras disfrutar de la actuación de los Backstreet Boys cubanos, de cuyo nombre no puedo acordarme, y, dado que, como ya he dicho, el movimiento (al menos el que a mi me interesaba) estaba en el malecón, nos fuimos para allá.

Como dos havaneros más, comp
ramos cervezas en una gasolinera, y nos fuimos a tomárnoslas cerca de donde estaba la acumulación de tíos que habíamos visto previamente. Y allí empezamos a relacionarnos, por fin. A buenas horas. Un chaval, cantante reggaetonero, nos vendió roncitos. Como le caímos bien, se sentó con nosotros y nos cantó todo el disco que iba a grabar el domingo siguiente, y nos contó todo lo que nos pudo contar acerca de su estilo de vida. Un trío acompañados de la novia del cantante, nos vendieron canciones a un peso, nos imitaron a Fidel y nos contaron miles de cosas. Y en esto que Conchita se va a mear sin que yo me entere, y aparece un cubanito rubio, blanco, y con los ojos verdes, que ya había conocido en una excursión miccitoria, y que vuelve a cogerme de los brazos para volver a preguntarme que si estaba bien (que era lo que ya había hecho durante la excursión susodicha). Como me convenció de que Conchita, que no volvía, se habría ido con alguien, yo acepté la invitación de irme con él. Los detalles de todo lo que pasó con el cubanito los ahorraré aquí, tanto por la sensibilidad de los amigos puritanos, como porque yo, como todos sabeis, mi vida sexual prefiero contarla en directo. Eso sí, un consejo: si dos días antes de acudir a una fiesta de contenido puramente sexual (entiéndase, el orgullo europeo en Madrid), os liais con alguien, procurad que lo único que use de su boca sea la lengua, si no quereis terminar en la fiesta de marras con el calentón del siglo.

Independientemente del cubanito, la última noche en La Habana fue, con diferencia, lo mejor de todo el viaje. Y nos quedamos con ganas de no irnos, pero no podía ser. Recoger maletas, hacer visitas de última horas, dar regalos y esperar en el aeropuerto fue lo último que hicimos en Cuba. Luego un viaje durmiendo y una despedida rá
pida en Barajas. Y se acabó. Esa noche fui al orgullo, y terminé huyendo a Malasaña para no hacerme mala sangre. Fue todo muy divertido, de todas formas.

Poco más. Como ya he dich
o, seguiremos informando de nuestra existencia, aunque, esta vez, de vez en cuando. Tengo muchas cosas que hacer para seguir con esto de diario, que lleva mucho tiempo. Y sigo pagando el gimnasio, aunque lleve tres meses sin ir. Muchos besos a los conocidos, y a los desconocidos también.

Os regalo unas instantáneas de los protagonistas del viaje. Quizá no salgamos especialmente bien, pero a mi me gustan.











Habana. Músico frente al Morro















Mari y su jabón lagarto.
















Desayuno en casa de Nieves

















Rafelito para un anuncio de Cristal















Tomando mojitos en Xanadú









Como estábamos en Xanadú, Conchita quería ser Olivia (Newton John)
















De callejeo en Trinidad








Mónica en Xanadú, posando para el Hola!



















En la Bodeguita del medio














Nuestro danés, de frente y con mucho zoom





Varadero, país tropical.

Lema del día: Qué bien se está, cuando se está bien.

Nos habíamos quedado camino de Varadero. He tenido un día espantoso, así que no aseguro las gracias.

Llegamos a Varadero antes de la hora. Un paisano con unos ojos preciosos nos ofreció una casa particular, pero las niñas habían reservado hotel. No me voy a echar las culpas porque yo no estaba cuando lo contrataron, así que, por una vez, no me da la gana. Resulta que, como la Biblia la llevábamos en el bolso simplemente para hacer músculos, contrataron un hotel que ponían verde en la Biblia, con tal de ahorrarse unos euros que nos gastaríamos después. La culpa también la tuvo la de la agencia, que nos dijo que todos los hoteles que nos ofrecía eran más o menos iguales.

Total, que llegamos, antes de tiempo, al Club Amigo Tropical. Es un hotel que está en Varadero pueblo, que es el único pueblo de Cuba donde se puede pasear tranquilamente. La zona de los hoteles buenos están a unos cuantos kilómetros de allí, pero también fuimos a conocerlos. Ya llegará.

En realidad, la estancia en Varadero dio para poco. Espero no extenderme mucho. Porque, como ya sabeis, uno es un poco prolijo, aunque no tenga nada que contar. Vuelta y vuelta en la playa, vuelta y vuelta en la piscina, y muchas cervezas (porque como estábamos en un hotel cutre, no había mojitos en principio), hasta que entró la hierba (palabras textuales del camarero), donde nos cambiamos a toda velocidad a los mojitos. Yo quería fumármela, pero las niñas no me dejaron, porque creían que no había necesidad de que me metieran preso. La comida muy interesante, al comprobar las múltiples y diversas utilidades y especialidades que pueden sacarse de la carne en lata (tengo croquetas, tengo salchichas, tengo hamburguesas, tengo empanada............), y hubo algún camarero impertinente que se terminó ganando una reclamación.

Como era un hotel cutre, estaba lleno de cubanos y argentinos, que se lo pasaban bomba en los lamentables shows del hotel, que a Conchita le gustaban mucho. El personal masculino del hotel, donde había poca cosa destacable, no paraba de ficharnos y espiarnos, y nosotros dimos unos cuantos espectáculos, aparte de chillando las cosas que escribíamos en el diario conjunto (que sólo está al acceso de unos pocos, de momento... No sabeis lo que os estais perdiendo si este os gusta), hablando de múltiples temas escatológicos (la costumbre de hablar de mis ritmos intestinales y otros fluidos corporales no es sólo mía) y cantando a voz en grito en la playa desde "La bien pagá" a "Murciana marrana". Parecía que nadie se explicaba qué hacían un tío con tres tías y ninguno se relacionara más allá de con ellos mismos.











Varadero.






Yo prefiero Ancón. Varadero tiene una playa preciosa, de aguas cristalinas, arena blanca (bastante sucia, por cierto) y andando hasta el fondo del mar sin que cubriera por los múltiples bancos de arena. El agua tenía temperatura de caldo, y el fondo estaba lleno de latas de cerveza. El sol achicharraba, y dimos pocas vueltas por la playa, porque habíamos ido a descansar. Los animadores del hotel se nos acercaban, pero nosotros tenía
mos claro el tema del descanso, así que ni fuimos a los cayos ni nada de nada.

Conchita se fue a conocer el pueblo, justo en la hora de la torradera, para encontrar un mercadillo "estupendo" donde no había nada que comprar "todo horroroso" mientras nosotros nos quedábamos en la playa. Mari se quemó, y Mónica y yo andábamos por ahí.







Puesta de sol desde Xanadú.







Fuimos a la mansión de la familia Dupo
nt, de nombre Xanadú, aunque no estaba Olivia Newton-John ni nada. Un hotel maravilloso, de sólo seis habitaciones, en la zona pija, claro, para ver la puesta de sol desde la cafetería situada en el piso de arriba, donde nos tomamos muchos mojitos y cubatas (que era a lo que nosotros habíamos ido a Cuba, no se si ya lo hemos dicho), que nos cobraron a base de bien. Como en el fondo somos una panda de burgueses, estuvimos encantados de ser atendidos como en cualquier bar pijo español, escuchando jazz latino (me compré el si-di del saxofonista) y música chill-out. Fuimos dos veces. La primera dos horas después de la puesta de sol, y la segunda ya a tiempo. Fuimos por fin conscientes de lo cutre de nuestro hotel, y decidimos, la próxima vez, ir de pijos, que en el fondo es lo que somos, y cogernos habitación allí (yo, de hecho, estuve a punto de quedarme a pasar la segunda noche).











Haciendo una foto en la mansión Xanadú.





En fin, que, visto lo visto, parece que no fue nada interesante. Pues no fue así. Nada más llegar al hotel, nos encontramos con el danés de nuestra vida, y, durante tres días, estuvimos entretenidos con él. El muchacho intentó hacer migas con nosotros, dado que ya cantaba eso de irnos encontrarnos por el mundo, y hospedarnos en el mismo hotel de los ochocientos que había en Varadero, pero nosotros se lo impedimos. Conchita se enamoraba y desenamoraba del danés, y a mi me ponía malo porque no tenía ninguna oportunidad. Tras haberse comido toda la langosta de la isla, nuestro danés había empeorado considerablemente su figura, pero aún así tenía una pinta de hooligan que nos ponía enfermos. Mónica y Geli pensaban que no era para tanto. Resulta que el danés era irlandés o escocés o galés (de inglés no tenía pinta), que, a pesar de haber ido solo por toda la isla, era sociable y hablaba con todo el mundo (menos con nosotros que, como nos gustaba, no lo mirábamos a la cara cuando él lo hac
ía), y que estaba más salido que el pico de una plancha (cosa que yo hubiera solucionado gustosamente si hubiera sido posible).







Nuestro danés, de lejos y de espaldas.







Como tenía un punto seductor, y sabía que nos gustaba, se dedicab
a a regalarnos posturitas en la playa, pero sólo cuando no llevábamos cámara. Le hicimos algunas fotos de improviso (la que se ve mejor la tiene Mónica, cuando me la pase la coloco), pero el book entero no pudimos, y aseguramos que no tenía desperdicio. Se peleó con unas inglesas gordas con las que había intentado ligar, porque ellas querían "go to the disco" y él quería ir "to the room, to the room", e intentaba saludarnos (al pobre hay que darle un premio, porque tiene mérito), cosa a lo que respondíamos tímidamente. Conchita, en plena tajada, y al encontrárnoslo por la calle, logró abochornarlo (a Mari y a mi también) gritando "Está ahí, está ahí", con el otro enfrente, y el último día se dedicó a esquivarnos. Una lástima, porque además a mi me parecía que me iba a caer bien. Lo del danés dió para muchas horas, pero como era un juego de ahora sí-ahora no, y no tengo ganas de aburriros, lo dejaremos como está.

Y poco más que contar, al menos interesante. Mucho niñatillo mono, todos con padres (me dió por estar pederástico), un canadiense (padre de uno de los niñatillos) trabadín que me enseñó el culo para ponerme los dientes largos, y algunos paisanos de buen ver que las niñas no aprovecharon. Una despedida del hotel a la francesa, sin propina alguna, porque estábamos rácanos en esta parada, y un viaje de vuelta a La Habana, con todo el miedo del mundo a ver qué nos encontrábamos, pasando por Matanzas, ciudad a la que habíamos prometido ir, pero por donde sólo pasamos con la guagua, quedándonos con las ganas. Habrá que volver.

domingo, 8 de julio de 2007

Última esperanza: Santiago.

Lema del día: Cuando más dispuesto estás, sólo ligas con locas.
La visita a Santiago se está convirtiendo, como quien no quiere la cosa, en un reportaje fotográfico. Si el blogger me deja, claro, porque ante la más mínima cosa que escribo, empieza a borrar fotos. Vamos a seguir intentándolo hasta que me harte.

Salimos de Trinidad
a primera hora de la mañana, sin estar preparados para un viaje de doce horas vía frigorífico (entiéndase guaguas de Viazul), tras no despedirnos de unos cuantos guiris de nuestro grupo que iban ya de vuelta a La Habana (porque para qué ser sociable), y reencontrarnos con otros cuantos en el camino. Doce horas de trayecto, a tres grados bajo cero, pasando por la mitad de las ciudades del país que nos quedaban (la otra mitad las repasamos camino Trinidad, recuerdo), hasta llegar a la ciudad donde esperábamos estar a gusto y conocer Cuba (porque La Habana, por lo visto, pertenece a Méjico). Pero como a nosotros eso de llegar a la aventura no nos gusta, sacamos la Biblia para recordar que los jines de Santiago son los más agresivos de Cuba, y así tener otra justificación para evitar relacionarnos con nadie que no fuéramos nosotros mismos (ni que hiciera falta).

A la llegada estuvimos más listos que en Trinidad, y es que ya nos parecía que iba siendo hora de dejar de concursar, aunque fuera por poco tiempo. Contactámos con la casa donde nos quedábamos, que había mandado un taxista (el yerno de la dueña, aquí quien no saca tajada...), sólo salió una a buscarlo, y primero preguntó que quienes eran. Todo muy bien. Llegamos a la casa, que no era lo que esperábamos (lo de colonial iba por la antigüedad, porque por otra cosa), pero que tenía una terraza sublime donde podíamos hacer fiestas (no nos conocían, los pobres). Eso sí, al taxista no le pagamos nada, porque entendimos que se lo pagaba la dueña, pero no importó. Ya se lo cobró a la vuelta (y por partida doble). Y emprendimos nuestras andanzas por la cuna de la trova.










Calle Heredia (o así).









Pero como no estaba de Dios que nosotros saliéramos en Cuba, se murió
ese mismo día la mujer de Raúl Castro (Vilma Espín), que era de Santiago y se enterraba allí, con lo que se decretó una semana de luto oficial en todos los sitios de música (salvo una discotequilla que ponía regaton, y la verdad, es que para estar como en Las Palmas...). Nosotros, de todas formas, no perdimos la esperanza, y nos hacíamos todas las noches el camino a la Casa de la Trova, la del estudiante, los abuelos... y todos los demás sitios a los que se suponía que teníamos que ir, porque ya hemos dicho que lo de confiar en lo que te dicen los extraños no es lo nuestro. Por mucho que haya una muerta de por medio.

La primera noche fuimos a cenar algo a un sitio
que nos había recomendado Nieves (la dueña de la casa), que, para evitar mayores sorpresas, nos mandó a la plaza de Dolores, que es donde se concentra todo el jineterío de Santiago. A eso se le llama implosión y lo demás son tonterías. Pero como ya nosotros mismos estábamos implosionándonos cada vez que podíamos, lo resolvimos todo bastante bien. Empezaban a hablarnos de amor, pero nosotros habíamos ido a conocer la isla, así que se acabó pronto el carbón. También nos pedían que no nos agobiáramos los mismos que no nos dejaban tranquilos. Es lo que tiene la revolución, que es contradictoria en todos los sentidos. Afortunadamente, Santiago es un sitio más pequeño, y donde todo el mundo se mueve por los mismos lugares, con lo que pasamos rápidamente a ser los españoles bordes, y los últimos días no se nos acercaba casi nadie.








La plaza de Dolores, de día.





Cinco días en Santiago, menos marcha, porque estábamos de luto oficial, dieron para casi todo. La ciudad es una preciosidad, la gente es amable, y no
dan demasiada calor, nos reencontramos con la mitad de los guiris de nuestro grupo, incluido el danés de nuestros sueños, e hicimos muchas visitas el día en que todos los museos estaban cerrados por el luto (que es como hay que hacer las cosas).

Nieves, la dueña de la casa, era un personaje. Encantadora y muy habladora, con esa forma de hablar extraña que tienen en Santiago, como un andaluz intentando hablar madrileño, pero con acento cubano, lo que da un tinte especial, se dedicaba a des-recomendarnos todo lo que queríamos hacer, a meternos miedo en el cuerpo (poco menos que nos iban a asaltar los ladrones nada más asomar la cabeza por la ventana) y a contarnos cosas de otros inquilinos, además de re-bautizarnos con los nombres que uso en este relato. Han tenido que ver de todo. Su pareja, Ravelo, era oncólogo, cirujano maxilo-facial y cosmetólogo integral (que es una profesión muy de moda en la isla), además de hacer magníficamente bien de comer, y pasearse en calzoncillos con el delantal todo el día. Nos explicó que había tenido que poner un cartel en la una pequeña piscina que había en la terracita: "no eyaculal, no orinal, no defecal", porque los alemanes cuando van de vacaciones son iguales en todas partes, y nos invitó a ir al carnaval y a ir de pesca "aunque yo lo único que pesco son unas borracheras...". Pero el auténtico descubrimiento fue Ladys, que es la chica que ayudaba a Nieves en la casa (la asistenta, vamos). Durante sus larguísimas conversaciones (de horas) nos explicó todo el funcionamiento del socialismo cubano, el fidelismo, las diferencias lingüísticas entre habaneros y santiagueros, las diferencias culturales, la toma y temporadas de las distintas frutas tropicales, los sitios a los que ir, las excursiones que hacer, los sitios donde no había ido, y a los que había ido también, cómo manejar a los jines, cómo evitar que los cubanos nos engañaran, las virtudes y defectos del pueblo cubano, las barbaridades que hacían los turistas (odiaba especialmente a los italianos), el concepto de jineterismo femenino como abuso sexual (que, ciertamente, tampoco iba demasiado desencaminado)... y muchas cosas más que no recuerdo, porque había un momento en que ya desconectabas. Es verdad que la casa no era maravillosa, pero el ambiente era absolutamente delicioso. Y la comida también.

Sudamos más que en todo el viaje (y eso que creíamos que ya no nos quedaba líquido en el cuerpo) y no paramos de comer, para variar. Despachábamos lugareños con una soltura que impresionaba, y, como íbamos a estar unos cuantos días, fijamos segunda residencia: la terraza del hotel Granda, en el parque Céspedes, donde no paramos de tomar mojitos. Las cervezas del mediodía nos las tomábamos en un chino en la plaza Dolores. Mucho andar bajo un sol abrasador (cerca de cuarenta grados llegamos a sufrir, con una humedad del 80%), aunque, como todos sabemos, el calor es psicológico, acababan por derrotarnos todos los días, pero nosotros seguíamos intentando salir a pesar del luto (y yo que creía que lo de llevar la contraria era cosa sólo mía).







La basílica del cobre







En Santiago, por fín, vimos cubanos guapos. Eso sí, todos jovencitos, parece que en cuanto se acercan a la barrera de los treinta se empiezan a estropear de m
ala manera. El marcador, en el que iban ganando los guiris de sobrado, se igualó cuando vimos a Worrick y a su hermano. Worrick por lo visto había atropellado a Mónica con la bici en Fuencarral la semana anterior. Para nada sirvió. Equivocó el objetivo, el pobre. El hermano, más listo, intentó ligar conmigo. El último día y tres horas antes de coger la guagua, empezó a hacerme señales con la lengua mientras nos tomábamos los últimos mojitos en la terraza del hotel. Podía haber estado más rápido, porque con la que hay que liar a esas horas de la tarde (seducciones que no hacen falta, copitas, ... no os vayais a creer que es echar el polvo directamente, eso sólo pasa a altas horas de la noche) no daba tiempo. Pero no les desmerecían muchos de sus paisanos. Yo no paré de ligar con mariquitas de pueblo (y sigo pensando que para tirarme a una mujer, me tiro a una mujer de verdad), y el resto con personajes varios (el cojo de la terraza del hotel no tenía desperdicio). Me enamoré perdidamente de un españolito de cuarenta y tantos años, gordote, y con novio, con el que no hubo nada que hacer (tampoco hubo posibilidad de negociación, de todas formas). Pero todo ello se desvaneció el día que fuimos a contratar una excursión y apareció por la agencia de viaje nuestro danés. Él hizo amago de saludarnos, y nosotros, que somos así, le volvimos la cara. A mi eso me pasa cuando me gusta alguien. A esta gente, ya no lo se. Nos lo volvimos a encontrar esa mismo noche, nosotros en la terraza del hotel y él dando vueltas más perdido que el barco del arroz, suponemos que en busca de sitios de música. Íbamos a llamarlo para explicarle lo del luto oficial (Conchita casi se tira la terraza abajo), pero él ya se había dado cuenta de que nos gustaba, así que se hacía el interesante y hacía como que no nos veía aunque no quitaba ojo, cosa que nos encantó a todos. Luego no volvimos a verlo... en Santiago.







Cuartel de Moncada. Aquí empezó la Revolución.





Aparte de ver el cuartel de Moncada, donde está el museo de la revolución, y enterarnos, por fin, de todas las fechas que hay en los carteles propagandísticos que hay desperdigados cada cien metros por todas las carreteras del país (la mayor campaña publicitaria de la historia), hicimos amago de entrar en muchos otros, pero nos daba por ir cuando estaban cerrados o almolzando. Dimos muchas vueltas, muchos pomitos vacíos (usan las botellas vacías para casi todo) y muchas propinas desmesuradas, por lo que las guerrilleras se pusieron a regatear con una pobre anciana que vendía empanadillas en pesos cubanos, mientras los cubanos nos ofrecían pesos para que pudiéramos comprarlas. Fue muy patético. Pero nuestras contradicciones son las que nos hacen encantadores (no se si la pobre anciana pensará lo mismo).



La bahía de Santiago,y el cayo Granma (izquierda)









Por fin contratamos un taxista-guía (Conchita no quería que lo llamáramos jinetero, porque nos caía bien), de nombre Huber (de Huberlexis), que nos hizo ver, al fin, lo bordes que habíamos sido y lo que nos estábamos perdiendo "Total, que yo soy un afortunado
por poder estar con vosotros". Yo creo que dicha opción, que surgió de improviso, era lo que teníamos que haber hecho desde el principio. Ni se te acercan otros jines, te enseñan todo, te explican y además intentan ligar contigo, que es muy divertido. Si alguien va a ir a Santiago, tengo su dirección y teléfono. A mi me parece un tío de puta madre, que nos lo contó absolutamente todo acerca del jineterismo (le sacamos hasta el padrón), y además con un punto muy atractivo. Insistió en que saliéramos con él, y, aunque a mi la idea me parecía espléndida, había componentes del grupo que pensaban que no hay que meterse en ningún sitio de donde uno no pueda salir en cinco minutos si llegaba la policía, así que nada de nada. Él nos había cogido el punto, y lo entendió bien.


Huber enseñando a Conchita la Bahía de Santiago desde el Morro.







Con Huber fuimos al castillo del Morro, donde pudimos ver unas imágene
s preciosas del cayo Granma y toda la bahía de Santiago, a la basílica del cobre, que parece Covadonga, y a la casa de las religiones populares, donde una sargento-espiritista-cartomántica-diabética no insulino dependiente habló mucho sobre la santería sin que nos enteráramos de nada. No nos atrevimos a preguntar, por si nos pegaba. También nos leyó las cartas, con distinto resultado. Y todos tenemos que bañarnos con colonia y distintas cosas y ponerles velas y floripondios a los orishas. Yo soy hijo de Yemaya, que es la orisha del mar, y tengo que tener cuidado en el agua y vestirme de azul, entre otras cosas.







La carretera ecológica.







Hicimos una excur
sión al Saltón, una especie de balneario en medio de Sierra Maestra, al que se llega por "la única carretera ecológica del mundo", es decir, un camino a medio asfaltar y con doscientos millones de curvas, de treinta y cinco kilómetros de largo (aparte ciento y pico hasta llegar a ella). Fuimos a comprarle café y cacao y figuritas a los campesinos que allí vivían, durante una simpática excursión por el campo a cuarenta grados y sin una sombra. A mi ese día me dió por suicidarme y me fui cayendo en todas partes. Hay una cascada, donde nos intentamos bañar (también ahí me resbalé, ya me lo dijo la santera) y comimos. El sitio nos encantó y decidimos volver algún día. Conchita sugería que con pareja, pero por el camino que llevamos...







La catarata de El Saltón.







Las guerrilleras, como no sabían que más hacer en Santiago, decidieron irse a Santa Clara a pasar el último día (doce horas de guagua), camino Varadero, para ver la tumba del Ché. Los pacíficos decidimos que no teníamos más ganas de nuevos destinos con maletón incluido, y nos quedamos en Santiago.

En Santa Clara, por lo que han contando, mucho andar, mucho guerrillear, un policía que hacía proposiciones deshonestas (cosa que a Mónica le pareció muy mal, porque las fuerzas del orden público de servicio no deben tener líbido), un hostal que era la casa de una paisana cuyo marido había luchado con Camilo Cienfuegos, y el hijo de ésta, de nombre Manuel, que era fisioterapeuta y le dio un masaje a Conchita de dos horas, que le quitó el dolol y anuló el efecto del arroz.

Y en Santiago, por lo demás, poco más. Mari quería ir a ver cementerios, pero no la dejé. Sólo fuimos, con una tajada considerable, a ver la casa de Diego Velázquez, un museo de arquitectura y del mueble de los siglos XVI al XIX que nos encantó. Una trans inglesa a la que todo el mundo no paraba de mirar (y de preguntar en alto que "¿Qué es?"), un guía de la catedral cojo y maricón con una red que intentaba timarnos euros, unos australianos que en otras condiciones podrían haber estado buenos, pero iban disfrazados de Cocodrilo Dundee, un guía del hotel que no paró de pasearse con el sombrero que los australiano
s le habían regalado, una "trabajadora" de la agencia de viajes que no hacía otra cosa que almolzal, una mariquita que se "enajenó" al verme (yo no había visto una cosa más tonta en años, Tonticia Sabater aparte, claro), y el hermano de Worrick pretendiendo ligar cuando ya no podía ser por problemas de tiempo, que no por falta de ganas, fue lo que dio de si, además de lo dicho, nuestra estancia en la ciudad.

Nos quedó por ver Baracoa, el sitio, según la Biblia, más acogedor de Cuba, y el único del que todos los cubanos hablan bien. Pero cinco horas de guagua, teniendo después que volver a Santiago y tirarnos otras dieciseis hacia Varadero, nos hicieron plantearnos que mejor para otra vez. La cosa es que dejamos tantas cosas que vamos a necesitar otras tres semanas. Yo a Santiago quiero volver, aunque sólo sea para ver la noche. Y quiero ir a Baracoa, y a Viñales...

A las ocho de la tarde nos volvieron a congelar para llevarnos a Varadero, encontrándonos con las guerrilleras en Santa Clara, durante dieciseis interminables horas. El viaje no merece la pena ser recordado, porque no hay necesidad de volver a pasarlo mal. Así que lo dejaremos así.

Bueno, para que luego no digan que sólo pongo fotos de las niñas, voy a poner la que me hice con Ladys (izquierda) y Nieves (derecha) justo antes de salir para la estación de guaguas. No es mi mejor foto (aunque creo que mi mejor foto no existe), porque, como todos sabeis, yo soy mucho más guapo al natural, pero es la ún
ica que tengo sin parecer una estatua de cera.







Ladys, Rafelito y Nieves.

sábado, 7 de julio de 2007

Ay Trini, mi Trini, mi Trinidad.


Lema del día: No confíes en los extraños, y menos aún en los conocidos.






Fijaros en el cartel: "Se venden gallinas a todas horas, así como medias y cuartos."





Dejamos La Habana un viernes por la mañana (habíamos llegado el lunes), sin muchas ganas de volver, y eso que teníamos reservado dos días de hotel previo a la vuelta. También habíamos reservado desde allí hotel en Varadero, pero eso dará para otro día. Como nuestra intención era conocer toda la isla, nos encaminamos a una ciudad de la que todo el mundo había hablado muy bien: Trinidad.

Al llegar a la estación de guaguas, y, tras ser asaltados por unos taxistas que nos ofrecían llevarnos allí por el mismo precio de la guagua, nos encontramos con los que serían nuestros compañeros durante el resto del viaje. Resulta que en Cuba todos los guiris hacemos el mismo camino, más o menos, y salimos todos el mismo día de La Habana, donde ya nos desperdigamos cada uno para un lado. En la estación estaban, aunque nosotros todavía no lo sabíamos, casi todos los extranjeros que nos íbamos a ir encontrando a lo largo del viaje. Italianos, suecos, españoles... que irían acompañándonos de una estación a otra. Y allí fue cuando, por primera vez, vimos al que se convertiría en objeto permanente de nuestro des
eo (todo hay que decir que de algunos más que de otros): el danés. El tema danés (al que primero etiquetamos como noruego) va a dar para mucho, así que no me extenderé aquí. Tiempo habrá. La cosa es que entra un señor como de cuarenta años con pantalones de camuflaje, rubio como la cerveza y pinta bruto, que realiza una exhibición física digna de cualquier modelo histérica, y nos deja a todos boquiabiertos y con ganas de que nos la cerrara de alguna manera. Desafortunadamente, durante esta parte del viaje, todo quedó ahí (durante el resto también, pero hubo más enjundia, ya lo contaremos), porque además se bajó antes que nosotros, en Cienfuegos.

Seis horas de recorrido en guagua, que se convirtieron, gracias a otro diluvio universal, en nueve, ateridos de frío (que es lo que diferencia las guaguas de turistas de las de cubanos, en las que se asan de calor), pasando por la mitad de las ciudades del centro del país (Cienfuegos, Sancti Spiritus, ...) y fichando al danés, a un italiano, a unos americanitos... que era lo único que nos podía entretener, hasta que llegamos al destino.

Nos habían advertido del acoso del que íbamos a ser objeto a nuestra llegada a Trinidad. Como en casi todos sitios, hay millones de gentes esperando en la puerta de la estación de guaguas pendientes de que lleguen los turistas para ofrecerles alojamiento. El problema es que, como no esteis listos y tengais algo apalabrado, os dicen que son los que no son para llevaros a sus casas, y dejais al otro colgado. Nosotros teníamos casa en Trinidad, pero no habíamos quedado en nada, aunque no lo sabíamos. Así que, dispuestos a seguir ganando puntos, s
alimos al ruedo, en pleno diluvio y sin paraguas (salvo Mari, que no se quería mojar el pelo), sin saber adonde íbamos y sin saber a quién buscamos. Cuando ya nos empapamos, decidimos hacer las cosas bien, volver a la estación de guaguas y llamar por teléfono a la casa donde nos quedábamos. Y, tras coger un taxi, llegamos a casa de Ania, una preciosa casa colonial, con tres patios, y unas mecedoras que inmediatamente hicimos nuestras.

En Trinidad estuvimos tres días y dio para mucho. Tanto que me estoy pensando hacer varias partes, o bien resumirlo todo, que creo que es lo que haré.

La noche que llegamos salimos a cenar y a dar una vuelta, cuando el diluvio paró. Como teníamos hambre, nos dedicamos a rechazar todas las ofertas para ir a paladares, y meternos directamente en la Casa de la Trova a beber mojitos. Allí vimos unos cuantos jines en acción y nos encontramos a la mitad de los guiris que venían con nosotros en la guagua. La otra mitad eran de otro grupo por lo visto. Cubanos que no sabían bailar, otros que daban codazos para pedir, un noruego y su novia, unos mulatos y/o negros intentando sacar a bailar a las Ladys, y un portero que nos invitó a su casa, aparte de buena música, intentos de ventas de si-dis y propinas porque no los comprábamos (que es lo que hay que hacer con todos los músicos en Cuba) fue lo más relevante. Como estábamos animados, acabamos yendo donde iba todo el mundo, un puticlub que llamaban piano-bar, donde lo más destacable, aparte de los intentos de timo de algún que otro cubanito, fue que una guiri pretendió ligar conmigo. Obviamente me confundió con un cubano, cosa entendible viendo mi tez morena (iba a decir que el físico también, pero la verdad es que, en estos momentos, íbamos guiris 10, cubanos 3). Tras alguna borrachera y la sensación de que íbamos a te
ner que preguntar cuanto por todo, nos marchamos a casa, porque además al día siguiente nos íbamos a la playa.

Cuando amaneció, empezamos a preparar los bártulos, pero no hubo forma. La madre naturaleza, entre otros, habían decidido jodernos el viaje, y empezó a caer otro diluvio universal que anuló nuestras espectativas playeras. Así que hicimos lo que se suponía que teníamos que hacer. Dar vueltas por la ciudad, absolutamente preciosa, hacernos fotos y esquivar lugareños, cosa que ya se nos daba bastante mejor, y que nos agobió menos que en La Habana. Alguna que otra compra, una comida, por fin, en un paladar, estupenda, y muchos mojitos (que yo creo que era a lo que habíamos ido allí, aunque nadie lo confiese) en la casa de la música, aparte de propinas y más propinas, y rechazar múltiples ofertas (incluso de habitaciones con hombre incluido) fue básicamente lo que hicimos durante ese segundo día. Conchita y Mónica fueron a buscar a un santero que estaba de vacaciones, y cenamos como gochos nuevamente en casa de Ania (probablemente la mejor cena del viaje), para quedar muertos y no salir, porque entre la perspectiva del piano-bar y que nos íbamos a hartar en Santiago... para qué.

Durante este trayecto descubrimos otra de las aficiones de los cubanos, que es la de poner nacionalidades y no quitarlas. Mari y yo éramos escandinavos y, por tanto, por más que habláramos en perfecto castellano, no había forma de que nos dejaran de hablar en inglés. Al menos ellos tenían mejor vista que la guiri d
e la noche anterior. Conchita y Mónica pasaban por todas las nacionalidades europeas y latinoamericanas posibles, y, sólo cuando nos juntábamos, nos preguntaban si éramos franceses.






Escalinata de la casa de la música de Trinidad.








Al día siguiente, por fín, el tiempo se levantó lo suficientemente bueno como para que nos fuéramos a la playa. Muy previsores, nadie había llevado toallas ni nada, así que Ania nos dejó unas que su marido médico había comprado durante una misión en Guatemala. Dichas misiones son una especie de "voluntariado" (con la única diferencia de que no es voluntario, generalmente), donde destinan a los médicos cubanos a cambio de un mayor sueldo y bienes para el régimen (médicos a cambio de petróleo en Venezuela, por ejemplo). Nota cultural aparte, nos fuimos a la playa en cocotaxi (no tengo foto, pero es una moto con dos plazas atrás, con forma de coco, efectivamente, y generalmente pintado de amarillo), a disfrutar del caribe.

El primer grupo estábamos ya torrados cuando llegó el segundo que, para compensar, se habían encontrado de nuevo con el danés, sudando la gota gorda, y que no las había visto. Conchita ya empezaba a enamorarse de él y a mi se me c
omía la envidia, por mucho que tuviera claro que no tenía nada que hacer. Mónica todavía no se había enterado de que existía y Mari se mantenía en su sitio.









Playa en la Península de Ancón.





La playa se encontraba en la península de Ancón, veinticinco kilómetros de arena fina y aguas cristalinas tras salir de Trinidad. A mi me gustó más que Varadero. Todo iba bien, escuchábamos reggae en el caribe gracias a unos paisanos cuya nacionalidad desconocemos, y no teníamos porros pero hacíamos como si los tuviéramos. Pero a partir de media tarde aquello empezó a llenarse de gente y se convirtió en una especie de sitio de cruising forzado, de forma bastante desagradable. Quiero decir, que te rodeen dos mil personas mirando como si te fueran a violar no es precisamente erótico, y menos siendo los que eran. Un gordo asqueroso que hacía gestos grimosos con la lengua a Mari, unas japonesas agobiadas por tres paisanos, uno de ellos con un miembro, al parecer (a mi me lo tapaba un árbol sobre el que el paisano se apoyaba de espaldas) de extraordinarias dimensiones, que meneaba graciosamente en honor de estas, y unos cuantos más que iban y venían, rompieron el ambiente apacible, más por la insistencia que por otra cosa (y es que parece que el no por respuesta lo entienden medio regular en este país). Sin embargo, el pifostio se lió cuando llegaron Conchita y Mónica (a partir de ahora las guerrilleras) a las que tanta agresión no les parecía, y emprendieron la lucha en aras de la moral y las buenas costumbres, con fuerzas del orden de por medio, mientras nos dejaban a los dos pacíficos sólos. Salimos sin mayores problemas, aunque temiendo por nuestros cuellos, de aquella playa, encontrándonos al cubano más guapo del viaje, con su novia guiri, con el que nos fuimos en un taxi de cuatro (siete con el conductor, lo que se llama un compacto). Tras cenar, y, dadas las emociones, yo me quedé a dormir, mientras las niñas salían. Mucha música, algún mojito y una pared donde se apoyaban todas las mariquitas de la ciudad (que por lo visto aquí es muy típico) fueron lo que dieron de si una noche corta, más que nada porque a las siete de la mañana emprendíamos viaje a Santiago.








La famosa foto del cocotero.

jueves, 5 de julio de 2007

Estación de paso: Viñales

Lema del día: "Ponte el cinturón. Prótege tu vida. Tu seguridad es muy importante"









Bohío, casa típica cubana.





En medio de nuestra estancia en La Habana queríamos hacer excursiones. Hablamos para ello con los del rent a car de nuestro hotel, que, tras una hora esperando, nos derivaron al del hotel Habana Libre. Teneis que tener en cuenta que en muchos sitios de alquiler de coches no alquilan por menos de tres días, y en algunos, con limitación de kilómetros. Por eso, sin limitación y para un día sólo te la meten doblada, que fue lo que nos pasó a nosotros.

Los señores del rent a car fueron, sin embargo, muy amables, y nos dieron muchas explicaciones acerca de cómo llegar a nuestro destino (un pueblo llamado Viñales), sobre todo porque no hay manera de salir de La Habana si no conoces el camino, puesto que los carteles de indicaciones son inexistentes. En el resto de la isla hay pocos, pero por lo menos los hay. Como estábamos empeñados en ganar un premio por listos, y creíamos que todavía llevábamos pocos puntos, hicimos caso omiso de las indicaciones del rentacartista, y nos saltamos la autopista dos veces, terminando perdidos por medio de Pinar del Río provincia (al oeste de la isla), llegando a pueblos donde no sabían lo que era un turista. Gracias a la amabilidad de algunos lugareños (porque si teníamos que depender de nuestra pericia íbamos listos), conseguimos darnos cuenta de nuestro error y dar la vuelta por carreteras secundarias (que en Cuba es un bonito eufemismo para describir caminos con algo de asfalto), y llegar a la autopista.

La autopista en cuestión es un proyecto que se abandonó en 1990, cuando "cayó el socialismo". Es decir, la financiación era soviética, y, tras la perestroika, se acabó el carbón. No hay líneas, no hay mediana, casi no hay asfalto, los carriles son un poco imaginarios y por supuesto no se llegó a acabar. Encontrar dicha autopista creyendo que iba a ser como de las occidentales era una locura. Claro, que llamar a eso autopista también lo es.

Una vez encontrada pasamos por el parque nacional de Las Terrazas y por Soroa (un jardín botánico con un orquideario supuestamente grandioso), que decidimos dejar para la vuelta. Porque primero íbamos a Viñales.

Para llegar al pueblo teníamos que pasar por P
inar del Río ciudad. Ya nos había advertido el rentacartista que en Pinar del Río "sólo hay pinareños, y son todos muy feos". Por si nos perdíamos algo, porque eso de confiar en la bondad de los desconocidos no es lo nuestro, sacamos la Biblia. Aterrados por la perspectiva de los "violentos jineteros" salimos corriendo en el coche, sin hacer caso de ninguno de los ataques de chavales en bicicleta (algunos de ellos muy guapos, todo hay que decirlo, si no nos fiamos es por algo) que nos indicaban, sin nosotros preguntar, los múltiples caminos que conducían a Viñales, que debía ser como Roma. Como estábamos cagados de susto, no fuera a ser que nos fueran a violar en bici o algo, decidimos preguntarle a un agente de la autoridad que pillamos por allí, y nos indicó un camino que contradecía a todo lo que nos habían dicho antes. Lo tomamos.

El camino a Viñales fue precioso. Un valle verdísimo, con casas desperdigadas (los bohíos, no llamar bollos, que en Cuba se refieren a la genitalidad femenina, ya nos lo advirtieron), y muchas curvas, por lo que Conchita, que viaja mucho, pero no se nota, estuvo a punto de morir de fatiguitas (entiéndase náuseas). Además el tiempo se iba poniendo cada vez peor, con lo que el verde adquiría un tono más verde, y nosotros empezamos a temer que nos cayera el diluvio universal. Así fue. Llegamos a Viñales deseosos de estirar las piernas y tomar una cerveza, y, una vez localizado el único restaurante, aparcamos enfrente y estiramos las piernas hacia allí. Sobre todo porque había empezado a llover, no vayan a pensar que es que somos unos alcohólicos o algo.

Comimos en el único restaurante de Viñales, que tampoco daba para más (como bien decía la Biblia, a la que ya empezabamos a no verle utilidad), mientras llovía, llovía y no paraba de llover. Conchita aseguraba que iba a ser media hora, pero por lo visto el tiempo no tenía intención de darle la razón y no dejó de caer agua en todo el día y parte de la noche. Como no queríamos irnos sin ver el pueblo, nos montamos en el coche y nos fuimos a dar una vuelta, mientras yo, con la ventanilla abierta, intentaba hacer fotos (sobre todo había que demostrar que habíamos estado allí), poniéndome pingando (no utilizar esa palabra en Cuba, pinga se refiere a la genitalidad masculina, y les hace mucha gracia) para tener un recuerdo. El pueblo nos parecíó una auténtica preciosidad, y la gente parecía amable, aunque tampoco tuvimos oportunidad. Decidimos que era una de las cosas que nos iba a quedar pendiente y dimos media vuelta camino de La Habana. Nos quedó pendiente también Las Terrazas y Soroa. Yo no tenía claro que fuera a volver algún día, pero tampoco quería morir ahogado, así que no me opuse.
He aquí unas instantáneas del pueblo de Viñales:




Una vez pasamos Pinar del Río empezó a llover de verdad. Emulando a Carlos Sáinz, hicimos un rally por la llamada autopista camino de La Habana, donde vimos claramente los efectos del aquaplanning, que a punto estuvieron de acabar con nosotros. Entre las imágenes más espeluznantes, y pongámonos serios por una vez, estaban los camiones. Parece ser que los camiones tienen la obligación de transportar gente que se van encontrando en la carretera. Y los transportan también lloviendo, sin techar, por supuesto. En realidad, era lo que todos habíamos visto, pero creíamos que no existía.

No sabemos cómo, cogiendo lo que suponíamos que era el camino correcto, terminamos atravesando La Habana entera. Salimos por el lado noroeste, y entramos por el sudoeste, Fuimos a barrios donde no ha pasado un turista en siglos, y dimos vueltas y vueltas buscando indicaciones que no existían. Un lugareño al que nos decidimos a preguntar al cabo de una hora conduciendo (ya he dicho que nos queríamos ganar un premio por listos) nos indicó que para llegar a nuestro destino, teníamos que seguir todo recto, así que seguimos rectos y fuimos preguntando a un lugareño detrás de otro hasta que nos convencimos de que no nos estaban engañando (no vayan a creer que no costó). Todo ello por no hacerle caso a Mari, que, muy inteligentemente, ya había advertido "yo creo que hubiera sido más fácil tirar para el malecón". Claro que tampoco había tenido en cuenta que era allí donde no sabíamos llegar.

Tras dos horas cruzando una ciudad imposible, y llegar empapados, decidimos comer algo y descansar, que ya era mucho trote. Y al día siguiente nos íbamos de viaje.

[Nota: Como habreis advertido, hoy estoy más fino, y no digo polla ni coño. Es que me he dado cuenta de que digo muchos tacos y voy a intentar mejorar. No lo prometo]
[Otra nota: Lo que escribo se configura y desconfigura como le da la gana, así que si un día no tengo ganas, lo pongo como salga y me lo perdonais. Ya está]