miércoles, 23 de julio de 2008

Capítulo 11. Lisboa – Costa da Caparica – Lisboa.

1.

TENIENTE: Me siento ardiendo por dentro.


La Lugareña sólo conoce a una persona en este mundo a quien le encante el metro: yo. Aunque ya había hace muchos años una canción de Kaka de Luxe. Me parece fascinante poder moverse en tiempo record por cualquier ciudad del mundo, y el de Lisboa, además, tiene paradas preciosas decoradas como antiguos castillos, como la del Parque.

En metro iniciábamos nuestro periplo para ir a Costa da Caparica, una playa supuestamente paradisíaca de ocho kilómetros de largo, llena de dunas y con un pinar justo detrás que, como era domingo, iba a estar vacía a la espera de que nosotros llegáramos para hacer bulto.

Nuestro aparcamiento no abría el domingo, porque sólo era para guardar el coche, con lo que, tras desayunar sin los habituales, que si habían ido a conocer el sábado noche lisboeta, y mudarnos a la nueva habitación nos preparamos para el recorrido que nos había explicado la recepcionista camino de la praia.

Ya en el metro fuimos conscientes de que no habíamos sido nada originales al pensar en ir a la praia, pues todos los vagones estaban llenos de sombrillas y gente con gafas de aviador y chanclas.

El siguiente medio de transporte era el autobús (al que me referiré como guagua, porque ya lo de autobús me cuesta), en cuya parada había una cola kilométrica donde pudimos identificar a unas españolas que se habían dedicado a perseguir a unos brasileños.

Un bonito viaje en guagua nos llevó hasta el pueblo de Costa da Caparica, amenizados por un chaval que estaba escuchando a lo que suponemos serían Los Cali portugueses a toda voz en el móvil, para que los demás no nos aburriéramos.

Llegados al pueblo, casi todo el mundo se comenzó a bajar en la misma parada. Nosotros, que no sabíamos, fuimos a imitarlos, pero la Lugareña, cuando la Teniente y yo estábamos ya fuera, decidió preguntar a las españolas, que se habían quedado dentro, y nos indicó que volviéramos a subir justo cuando el chófer estaba cerrando las puertas. Al grito de “¡Pare!” el guagüero detuvo la marcha, con lo que conseguimos volver dentro del transporte público con un favorecedor tono encarnado.

Las españolas, M. y C., tampoco sabían adonde iban, por lo que se habían dedicado a seguir a una pareja de maricas brasileños que parecían tener idea. C. era la que no estaba muy convencida de que uno de ellos fuera en realidad un hombre, a pesar de haberlos seguido desde que los vieron subir al metro.

Los brasileños, encantadores, nos condujeron hasta el tranvía que va haciendo paradas por todas las distintas zonas de la playa. Como ellos iban a pillar, que es lo que tienen que hacer todos los maricas que se precien cuando hay unas dunas, no como yo que en el momento que veo el sol me entra la modorra, se asustaron un poco cuando M. dijo que todos nos íbamos con ellos, aunque se refería a que nos indicaran algún sitio donde bajarnos que no estuviera a reventar de gente. Un español guapísimo que habría hecho ya lo que tenía que hacer distrajo mi atención cuando se montó en una de las paradas y como era inmune a cualquier tipo de acercamiento que yo no estaba haciendo y él iba a seguir hasta un pueblo posterior, me pareció razonable que nos bajáramos en la penúltima playa, que, suponíamos, sería más tranquila que el resto. No se dónde quedarían los brasileños.

El sol de la mitad del día es muy peligroso, pero a todos los españoles nos gusta jugar con el riesgo, y ninguno llevábamos sombrilla. M. y C. estaban en Lisboa con una beca Leonardo da Vinci, y nos indicaron sitios donde ir mientras todos intentábamos combatir el sol con mucha crema, porque sombra no había ninguna. Nos reímos mucho, y la Teniente consiguió volver a tener quemaduras de primer grado y a parches, otra de sus aficiones favoritas, gracias a un modo especial que tiene de untarse la crema.

Cuando ya creíamos que teníamos los suficientes puntos para el cáncer de piel y vimos que era tarde, decidimos irnos abandonando a M. y a C., que esperaban a una amiga que las había llamado. Justo cuando pasaba el tranvía a todos nos dio por presentarnos y hacernos fotos, porque tres horas antes quedaba feo, perdiendo un tren que tardaría veinte minutos más en pasar de nuevo, cosa que nos hubiera ahorrado alguna que otra molestia solar.

Durante el camino de vuelta fuimos capaces de darnos cuenta de que muchos niños portugueses están muy mal educados, y fueron estorbándonos la siesta primero en la guagua, y después en el metro.


2.

LUGAREÑA: Ya me entero hasta de los piropos en portugués.

TENIENTE:¿Qué dices de los piojos portugueses?

[...]

LUGAREÑA: Han dicho que nunca tanta belleza salió de ahí.

TENIENTE: Pues no se si belleza, pero más aseadas no las ha visto esa calle nunca fijo.


M. nos había aconsejado ir a la Casa del Alentejo, donde ella iba a ver el partido de España. Había comida típica más allá de las empanadas que comíamos todos los días como tentempié o como comida completa, y las niñas se emocionaron tanto que subimos y bajamos por la calle donde nos había dicho que estaba como catorce veces sin que lo encontráramos. Como no estaba allí, nos dedicamos a subir cuestas para no perder la costumbre, sin encontrarla y haciendo una incursión en la boca del lobo en forma de calle siniestra con todos los traficantes en la entrada, y pinta de haber degollado allí a millones de turistas intrépidos. El olor era nauseabundo y había heces humanas y compresas usadas en el suelo. Al grito de “Ya salen, ya salen” en portugués, todos los traficantes se rieron mucho cuando salimos, dedicando unos halagos a las niñas que la Teniente no terminó de entender.

Yo amenacé con irme a cenar un sandwich a la terraza de guiris del día anterior, pero como al final siempre me dejo llevar por los amigos (asco de lealtades), volví a subir y bajar la calle buscando la Casa de las bowlings, mientras cienes y cienes de camareros nos ofrecían otros restaurantes. Por fin preguntamos a uno, que nos había estado observando y, muy perspicaz, se dio cuenta de que andábamos más perdidos que el barco del arroz, con lo que nos llevó prácticamente de la mano al sitio buscado, por cuya puerta habíamos pasado cada una de las veces que habíamos subido o bajado la calle.

La Casa del Alentejo es una especie de local social de las gentes de aquella región portuguesa, decorada en un estilo medio mozarabesco, aunque con unos azulejos exactamente iguales que los que tiene mi tía en el patio de su casa. Aun así el resto es una auténtica obra de arte, la mitad cayéndose a cachos, pero digna de ver. Posee una cafetería instalada en medio de lo que parece un antiguo teatro, encantador para tomar un café pero algo peligroso por las condiciones del, en otro momento, magnífico techo de escayola, y dos restaurantes, uno más elegante, en madera y con frescos en las paredes, el más solicitado, con un camarero hasta las narices de trabajar, y otro algo menos acogedor, con paredes blancas y azulejos azules, con un camarero que podría habernos gustado mucho si no hubiera sido porque necesitaba una urgentísima visita al dentista.

Mientras todos los españoles veían el fútbol abajo, nosotros comíamos comida típica alentejana y nos peleábamos dialécticamente con una virulencia poco propia de personas supuestamente civilizadas por un tema tan importante como el realizar o no una visita a Aveiro, ciudad que nos habían recomendado M. y C., camino de Oporto, cosa que nos llevó a dejarnos de hablar durante media hora. Y es que no se puede estar tanto tiempo con la misma gente.

Una vez repuestos del combate, pero ya casi sin fuerzas, dimos nuestra última vuelta por nuestro barrio en Lisboa, y casi nos despedimos de ella, porque al día siguiente teníamos que irnos de compras.


No hay comentarios: