martes, 15 de julio de 2008

Capítulo 5 (II). Viana do Castelo – Coimbra.

2.

REIF: Ese portugués no está tan mal.

LUGAREÑA: No será de aquí.

TENIENTE: De hecho, no parece portugués.


Había chinos en Coimbra, aunque se disfrazaran de abarroterías portuguesas. Aun así preferimos sufrir el diluvio universal en busca de sitio donde pasar la noche en vez de comprar un paraguas, hasta después de tomarnos un par de cervezas.

El hotel donde nos pretendíamos hospedar, con más comodidades de las habituales (entre ellas ascensor) no tenía habitaciones, con lo que, después de buscar en la Biblia, y tras ver un par de sitios que no tenían nada que envidiar a las escaleras del Empire State Building, conseguimos plaza en otro hotel con ascensor donde fui recompensado con una cama en un pasillo. Y es que a Coimbra hay que ir a hotel con ascensor, porque escaleras y cuestas bastantes hay en las calles, y en esta vida hay que sufrir lo justo.

Antes de comenzar a escalar, la Lugareña encontró una farmacia donde mitigar su sintomatología catarral. Como dudábamos que allí existiera el frenadol, la Lugareña intentó explicar lo que le pasaba al mancebo de la farmacia, retaco, unicejo y paticorto, y, por tanto, inequívocamente portugués, con toda clase de gestos y terminando con un “Achis, Achis” que aclararon las dudas del muchacho. La Teniente seguía pensando que los portugueses la entendían cuando hablaba, y no comprendía semejante espectáculo. El mancebo dio a la Lugareña unas pastillas antigripales que, quién lo podía imaginar, en Portugal se llaman antigripales (pronunciese antigripaleshshsh), y las empezó a tomar con precaución por más que yo le insistiera en que las pastillas había que tomarlas de forma masiva pero controlada, para terminar con los síntomas cuanto antes, y que el problema era que no había bebido lo suficiente los días anteriores, porque, como ya sabemos, el alcohol es desinfectante y mata todos los bichos.

Tomamos un café (creo que yo también... en qué estaría pensando) en una cafetería cuyo nombre no recuerdo pero que es el ala este de una iglesia, y, como ya llevábamos los endebles paraguas de los chinos y, por tanto, había dejado de llover, emprendimos excursión a la Universidad de Coimbra, que es poco más o menos lo mismo que subir al Everest a pelo, para que la Lugareña pudiera oxigenarse bien.

Como la Teniente había decidido que la Lugareña y yo nos íbamos a hartar de follar en Portugal, por mucho que ninguno de los dos encontráramos a nadie que nos gustara para esos menesteres, nos dedicamos, mientras subíamos cuestas y más cuestas, a analizar todo muchacho que pasaba, para darnos cuenta de que lo único que no era desestimable eran todos Orgasmus, porque ninguno era paticorto. De todas formas, la asfixia deja pocas posibilidades para meterse cualquier cosa en la boca so pena de fallecer en el acto, y nos dedicamos mejor a hacer fotos de una ciudad universitaria francamente preciosa antes que a intentar conseguir algo que nos podía llevar a morir ahogados.

La Lugareña empezaba a recibir guiños por parte de los portugueses (aunque sólo de los viejos) y le comenzaban a preguntar direcciones como si fuera de allí, y yo sospechaba que pronto me empezarían a hablar en inglés, como me había sucedido en todas las ciudades del mundo por las que me había desplazado, y por ello mantenía un silencio sepulcral.

Cruzando la Universidad, llegamos a unas larguísimas escaleras al fondo de la cual estaba una Praça de la República muy sosa, pero donde había terrazas. Cuando llegamos a ella, a la Teniente se le ocurrió que teníamos que volver atrás para dirigirnos a ver las repúblicas, unas fraternidades como las yanquis, pero de progres, que tienen pintadas de consignas revolucionarias (algunas francamente hermosas: “Si no hay revolución será porque no hay revolucionarios, razones hay de sobra”) y progres paticortos haciendo barbacoas. Pero como estábamos bajo techo aunque fuera de plástico, volvió a llover, con lo que tuvimos que emborracharnos un poco antes de realizar el camino de vuelta, que yo prefería hacer en taxi, por un parque que podría haber resultado un estupendo sitio de cruising si no fuera porque estaba todo lo suficientemente aburrido para que pareciera la boca del lobo.

Tras pasar por las repúblicas, volvimos a subir y bajar cuestas hasta llegar al punto de origen y buscar un bar típico donde seguir bebiendo cerveza y evacuar las anteriores.

Terminamos cenando en un acogedor restaurante italiano con una camarera que no nos entendía ni jota, igual que nosotros a ella, pero donde pudimos cenar muy bien a la vez de disfrutar de la visualización del ritual de apareamiento de las guiris entradas en años y en kilos acompañadas de amigas frikis, consistente en despatarrarse de la forma más ordinaria posible, plantar la pechuga en la mesa, aún a riesgo de que cayera en la sopa de legumbres, maquillarse, atusarse el pelo con una sutileza que ni Carmen de Mairena... nunca podremos entender el por qué los portugueses a los que iban dirigidos dichos alardes, cosa que daba una idea de la desesperación de la guiri en sí, no mostraban interés, cuando la Lugareña, entre eso y el catarro, estuvo a punto de vomitar en la mesa, motivo por el que se decidió a volver al hotel. La Teniente quería ir a ver fados, pero yo estaba más por la labor de limarme las durezas que me había producido la caminata, por lo que nos fuimos a la cama a cotillear acostados.

  • Mañana será otro día.- dijo la Lugareña.

  • Si, mañana es otro día fijo – contestó la Teniente.


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