viernes, 25 de julio de 2008

Capítulo 13. Porto.

1.

Ring, ring. REIF coge el teléfono.

LUGAREÑA (off): Vamos a desayunar, ¿vienes?

REIF: ¿Ya?

LUGAREÑA (off): Si... si vienes.

REIF: Quince minutos. ¿Me llevo el bolso?

LUGAREÑA (off): Espera... No, luego volvemos. Vamos a cambiar de habitación.

REIF:Ah (cuelga el teléfono) No me lo puedo creer.


La Teniente había pasado mala noche. Ella lo achacó al ruido y a la luz. Yo estoy convencido que fue por el alcohol, pero como no me hacen ni caso, no me molesté en intentar convencerla.

Desayunamos en el Majestic, un café de decoración entre art decó y simplemente recargado, con un desayuno completo de quince euros y un zumo de naranja riquísimo según la Teniente. Ya le dije que por lo que iban a cobrar por él ya podía ser bueno. Allí toco pelearse por si una señora estaba de pie o sentada, porque dos días enteros de paz no podían ser.

Al terminar las niñas fueron a negociar cambio de habitación, pero yo me quedé fumando, porque ya había decidido que no me movía de mi habitación individual, sobre todo para no tener que volver a rehacer la maleta. Tras mucho discutir, el dueño, que ya empezaba a pensar el mal negocio que había hecho con nosotros, ofreció un apartamento poco más abajo de la pensión en la que yo me quedaría, que las niñas cogieron sin rechistar.

Al volver a la pensión, los neonazis estaban marchándose, con cara de haber dormido bastante más que nosotros, lo que nos reconfortó porque no habíamos sido los más patéticos de la fiesta, y, una vez hecho el cambio de maletamen, fuimos a hacer turismo por Oporto.

En el metro estuvimos a punto de poner una reclamación de tres páginas a una máquina que no nos quería dar el billete y la Lugareña volvió a ejercer de portuguesa indicándole a una señora dónde tenía que pararse. Tras ser perseguidos por un vigilante del metro que no se fiaba que hubiéramos sacado el tique, con lo que nos costó, cruzamos el mismo puente de la noche anterior, esta vez por arriba, para ir a un monasterio en Gaia cuya indicación decía Monumento. Hicimos parada en un mirador que hay al lado del Monumento donde se pueden observar las mejores vistas desde altura de Oporto, y donde estuvimos a punto de sufrir el paro cardiaco que no habíamos sufrido la noche anterior cuando fuimos conscientes de por dónde habíamos subido desde el río, unas escaleras paralelas al recorrido del funicular.

Bajar era más fácil que subir, y buscamos escaleras que no encontramos, por lo que preferimos correr el riesgo de morir despeñados por unas calles empedradas en el siglo XIX antes de Cristo, por lo menos.

La Teniente quería ir de cata de oportos. La lugareña y yo, sin hablarnos porque nos conocemos demasiado, teníamos claro que queríamos cerveza y nos faltó tiempo para sentarnos en una terraza.

La gente iba llenando el paseo del río, no sabíamos por qué, pero nos dio igual, porque lo que ahora queríamos era comer. Fuimos buscando un sitio de la Biblia que no vimos, y descartando sitios modernísimos porque preferíamos algo típico. Y así dimos con un restaurante de portugueses donde sólo había portugueses, y que, aparte de para engrosar la lista de caldos verdes, a la Teniente le sirvió para darse cuenta de que somos igual de españoles que todos a los que criticamos tanto, al oír el silencio de todos los comensales, y el ruido que estábamos haciendo nosotros.

Como seguía empeñada en hacer catas, al final recorrimos unas cuantas bodegas hasta que dimos con una que atendía según llegaba el grupo que fuera, en el idioma que correspondiera. Un chaval, hijo del dueño, que podría haber sido guapo si no se hubiera pasado con los anabolizantes, aunque a la Teniente le gustó para mi, nos explicó cosas que no me interesaban nada, y nos dio de catar, para que termináramos comprando la Lugareña y yo. Ella para la familia y yo para hacer reducciones para el foie. Porque el vino dulce no nos gusta a ninguno de los dos.


2.


TENIENTE: Podemos hacer una guía de terrazas del mundo. Precios, atención y baños.

LUGAREÑA: Allí está el camarero.

REIF: El camarero es una mujer fea... ¿No tiene cara de síndrome?

LUGAREÑA: No.

REIF: Entonces será que sólo es muy fea.


Cruzamos a Oporto por el mismo puente que el día anterior casi nos mata, desde donde muchachos se tiraban al río a la vez que pasaban barcos que hacían carreras y cosas, lo que era el motivo de que toda la ribera del río se hubiera llenado de gente.

La orilla de Oporto estaba más llena, pero en vez de de lugareños, de guiris en restaurantes de guiris con bacalhau y estética para guiris.

  • ¡Qué bonito el restaurante! Tiene mesas en el arco – dijo la Lugareña al pasar por uno de ellos, que, efectivamente, tenía unas mesas que daban al río situadas en un arco de lo que parecía una antigua muralla.

  • Para que te den esas mesas se la tienes que chupar al metre, al camarero, al cocinero y hasta al pinche – apostillé yo con mi elegancia habitual.

Tras la cerveza de media tarde, volvimos al entrenamiento subiendo más y más cuestas para ver las calles de Oporto, preciosas y llenas de azulejos, la Estación de San Benito, con azulejos en azul y blanco dentro representando escenas históricas, más iglesias y edificios con azulejos... y la Sé Catedral, que también tiene azulejos en azul y blanco, representando no se muy bien qué porque ya estaba un poco hasta las narices de azulejos y cuestas.

La ciudad nos pareció preciosa, sólo que un poco esforzada para nuestros ya castigados gemelos, y las vistas desde la Sé fueron de las más aclamadas del viaje, como reza en la famosa frase de la Teniente:

  • ¡La vista es preciosa, todos los edificios a punto de venirse abajo!

No tuve la precaución de apuntar en qué momento a la Teniente le pareció que alguien estaba en un “riliti chou”, pero ya le dije que la expresión iba a ir en este diario sí o sí.

Tras haber logrado el puerto de montaña, bajamos a los Aliados, donde habíamos visto azulejos azules, y donde sentados en otro café de época, establecimos un último cambio de planes. Durante todo el tiempo desde la última vez que los nombré no es que hubiera habido ninguno, sólo quería no aburrir demasiado. La cosa es que antes de llegar a Bilbo, destino final, íbamos a parar en León tras haber pasado por Bragança, pero la Lugareña finalmente, había decidido dirigirse a El Escorial, su pueblo, porque tenía que arreglar unos asuntos. Y no la íbamos a dejar sola. Para celebrar el cambio, pedimos más cervezas.

El café Guarany, donde nos habíamos sentado, era otro café con ansias de elegancia, donde hasta los camareros parecían haberse escapado de películas de los años cuarenta y donde había un señor tocando un piano. Un muchacho algo rarito que se dedicaba a hacer cuentas en una servilleta y apuntarlas después en el móvil mientras hablaba solo, captó nuestra atención porque ya estábamos aburridos de nosotros mismos.

Como se nos hizo la hora de cenar, y había que comer aunque no tuviéramos hambre, emprendimos la marcha en busca de algún sitio donde pusieran caldo verde mientras continuábamos haciendo turismo gracias a distintos establecimientos situados en edificios preciosos con el mismo aire decadente que todo el resto, y a que la Teniente quería encontrar no se qué teatro que cuando encontramos ni ella misma sabía qué era lo que le había llamado la atención. Igual que cuando llegamos a la Plaza de Batalha, sitio adonde nos había querido conducir el día anterior a buscar residencia, aunque nos llevó a la Praza da Republica, más o menos en la otra punta de la ciudad.


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