jueves, 10 de julio de 2008

Capítulo 2. Santander – Gijón.

1.

TENIENTE: ¿Tienes hambre?

REIF: Comer y follar, todo es empezar.


La lluvia lo empapa todo, es lo que tiene. Y en vacaciones es bastante molesta. A mi, que vengo de secano, me gusta pasear lloviendo, pero a los norteños, que la tienen todo el año, les toca bastante las narices. Aun así, ni la Teniente ni yo llevábamos paraguas, cosa que, como todos sabemos, es la única manera de que deje de llover, con lo que nos volvimos a mojar camino al desayuno al lado del hostal.

La lluvia nos acompañaría durante todo el resto del día, si bien nos dio una tregua para poder subir las maletas en el coche y organizar mínimamente el maletero.

Salimos de Santander casi a la hora del vermú, pero decidimos esperar hasta llegar a Llanes para no parecer demasiado alcohólicos. Un camino precioso por la carretera antigua, acompañados de ese verde tan verde que tiene todo lo verde cuando llueve nos hizo algo más llevadera la abstinencia. Pero en cuanto llegamos a Llanes y aparcamos, lo primero que hicimos fue buscar una sidrería.

Llanes parece otro pueblo encantador de calles peatonales empedradas y casas vistosas que, según nos contaron, había tenido mejores tiempos estéticos antes de que el turismo consiguiera que en cada esquina de cada una de esas calles peatonales hubiera un puesto de camisetas de guiris.

No sabemos si para atraer a más turistas o porque al Ayuntamiento le sobraba el dinero, decidieron contratar a un importante escultor vasco (de cuyo nombre estoy intentando acordarme desde entonces, y no consigo) para que hiciera en el muelle una obra de arte, consistente en poner bloques cuadrados y pintarlos de la misma forma que podía haberlo hecho un parvulario entero. Desde el otro lado, no sabemos si casualidades de la vida, la estatua de una paisana los mira con cierta cara de espanto. Y es que ya sabemos que no todo el mundo sabe apreciar el arte.

La sidra estaba rica, pero era pronto para comer, y decidimos seguir camino a Gijón para no llegar demasiado tarde, durante quince minutos, el tiempo en que tardamos en decidirnos a buscar un restaurante de carretera, porque nos entró el hambre de repente, y porque mi próstata había empezado a dar señales de vida.

El Cabañón es uno de esos restaurantes pintorescos que hay escondidos en poblados casi inexistentes en los que se suele comer bien. Los fines de semana se suele llenar, como nos hizo saber un simpático camarero rumano al que enervamos sentándonos sin preguntar en una de las doce mesas libres que había en el patio. Me planteé que quizá los camareros canarios no son tan desagradables como yo pensaba, y que a lo mejor sería hora de iniciarme en el noble arte de poner reclamaciones de tres páginas, pero aún seguía medianamente pacífico.

Como estábamos es Asturias, y yo con el queso soy muy típico, decidí pedirlo todo con cabrales, a ver si entre eso y la sangría de sidra terminaba de perforarme el estómago.

La sangría de sidra llevaba orujo, por más que una entrometida asturiana de la mesa de al lado, que decía haber sido camarera durante mucho tiempo, insistiera en olerlo y decirnos que no, cosa que dejaba en evidencia que como camarera lo único que había servido en su vida era garrafón. Como no hablábamos, supuso que la dejábamos que nos hiciera de guía durante nuestra breve estancia en Asturias, cosa que no se vio frenada por el nimio hecho de que la Teniente es de su pueblo. La amiga que la acompañaba, más prudente, sólo se metió en la conversación cuando vio que yo entraba al trapo. Consiguieron incluso que el dueño nos mostrara su colección de antigüedades, por la que nosotros no recordábamos haber evidenciado mayor interés, sobre todo después de observar la indescriptible lámpara en forja y botellas de sidra que presidía el patio. A la Teniente le parecieron muy impertinentes, pero a mi muy graciosas, y sobre todo útiles para inaugurar el anecdotario conjunto.


2.

Buscar sitio donde hospedarse sirve para encontrar muchos lugares divertidos y para entretener a la Teniente, cuya afición favorita consiste en analizar habitaciones de hotel. En Gijón empezamos por un par de sitios que, según la Teniente, parecían picaderos. A mi el primero no me lo pareció tanto, pero la Pensión la Avilesina, regentada por una señora de la que no nos hubiera extrañado que nos confesara que en sus ratos libres se dedicaba a ejercer como madame, sí. Unos cortinajes rojos y cabezas de jabalí y corzo adornaban unas paredes que hubieran quedado mucho mejor en cemento pelado.

Huyendo directamente a hoteles de verdad, terminamos por hospedarnos en el Hotel Pasaje, probablemente en la habitación más amplia de todo el viaje y con unas preciosas vistas al muelle deportivo. Ya presentables, marchamos al encuentro de la Ausente y P. en La Galana, donde íbamos a reservar mesa para cenar. Amenizamos la espera con un poco de sidra, aunque yo, que ya comenzaba con la resaca de la sangría de sidra que no llevaba orujo, decidí que iba a ser mejor continuar con el consumo de cerveza en cantidades industriales.

La Ausente venía de su pueblo, Sotrondio, recién salida del gimnasio y, según ella, de cualquier manera, cosa que consistía en ir perfectamente conjuntada. Aunque no la conocía de nada, en el momento en que llegó supe que me iba a llevar muy bien con ella. P. tardó un poco para lo que se suponía que es ella, pero llegó y, como comíamos en el segundo turno, para hacer tiempo nos fuimos al muro a seguir bebiendo.

En el muro no echaban la sidra, así que la Ausente fue la que se atrevió a hacerlo, con más decisión que pericia. Nuestra estancia en aquel lugar fue amenizada por un grupo de borrachas que se empeñaron en cantar habaneras que nadie les había pedido escuchar. Como nos habíamos dejado los rifles en casa, no pudimos hacer nada por evitarlo.

Pero sin duda, lo que más me llamó la atención de Gijón fueron los hombres. Sin lugar a dudas, los más guapos de todo el viaje, y eso que yo tengo debilidad por los vascos.

  • Cómo está el calvo – dijo la Teniente.

  • Yo me quedo con el otro – contestó la Ausente.

  • Pues yo me los tiraba a los dos aquí mismo – respondí yo en un alarde de egoísmo muy típico.

El motivo de tan profunda disertación fueron una pareja (no sabemos de qué tipo) de maromos que subieron la cuesta en la que estábamos en determinado momento y que fueron quienes, definitivamente, me convencieron de que tenía que volver a Gijón en algún momento de mi vida para algo más que para estar de paso.


3.

TENIENTE: Yo creo que eres muy interesante.

REIF: Si, yo también lo creo.


Entre vasos de sidra y cervezas, la tarde avanzaba. La Ausente confirmó su inasistencia a la cena, a pesar de la sidra, debido a un curso que tenía al día siguiente sobre no se qué cosa feminista.

Yo, a pesar de poder pertenecer a unas cuantas, siempre les he tenido cierta tirria a las minorías colectivas, y con las feministas la animadversión viene de lejos, fundamentalmente, como con todo el resto de supuestos grupos discriminados, por determinados sujetos representantes.

La Ausente, evidentemente, no compartía mi idea en principio, hasta que entró en su vida A.T., la profesora del susodicho curso, a la que, casualmente, yo había sufrido durante varios meses años antes en una de mis rotaciones, y que pertenece a esa clase de feministas tan feministas que hablan pegando toda clase de patadas al diccionario, pero terminándolo todo con sufijo femenino, diciendo cosas como “jóvenes y jóvenas”, y manteniendo un discurso en el que todo lo que la contradiga es machista y, por supuesto, equivocado. Las malas lenguas dicen que cada una de las bajas laborales que se toma tienen que ver con su aparentemente tormentosa relación afectiva con su actual pareja (masculina, este tipo concreto dicen ser todas heterosexuales). Todos sabemos lo que en este país nos gusta criticar. Y yo, que además de muy típico con los quesos, soy muy español para algunas cosas, calenté aún más los ánimos sacando todos los trapos sucios que conocía de la futura damnificada, que no eran pocos, y dando estrategias de ataque (la primera, darle recuerdos de mi parte). La Ausente tomó buena nota y se marchó a repasar a casa, para que los demás nos fuéramos a cenar. En el aire quedaba su incorporación al viaje, que, aun en estos momentos, no era nada clara, y, tras conocer la existencia de su, al parecer, tremendo novio, su candidatura como posible Louise del grupo.

La Teniente, P. y yo nos encaminamos a La Galana para cenar. Sitio que, como todos los restaurantes que me encuentro últimamente, no deja de ser un querer y no poder, por muy rica que esté la comida y muy bueno que estuviera el camarero que atendía nuestra mesa. Parece que últimamente es la tónica general en todo restaurante que no tenga estrellas Michelín. Debe estar de moda hacer restaurantes cuidados en lo estético, con platos que en ocasiones rondan lo pretencioso mezclados con otros de lo más típico, y que luego se comportan como cualquier tasca de barrio, llamando a voces para anunciarte que ya está tu mesa. Aunque a la hora de cobrar no son tascas, precisamente. Los fritos de pixín a dieciocho euros nos llegaron al alma, más que nada porque el estómago no nos lo iban a llenar.

Yo me dediqué a seguir bebiendo y a no quitarle ojo a nuestro camarero, muy eficiente en las mesas, pero muy poco hábil para las señales. Como no hacía ni caso, mi inconsciente debió decidir que la mejor forma de que lo hiciera era partiéndole la rodilla, y eso casi conseguí cuando su rodilla se tropezó a toda velocidad con mi pierna estratégicamente cruzada. Mi consciente no estaba de acuerdo y dictaminó que lo mejor era pedir muchas disculpas y dejar una propina mínimamente generosa. La Teniente, a la que ese día se le había antojado que todos los camareros iban de coca, pudo entender lo infundado de sus sospechas con el nuestro cuando éste se comenzó a retorcer un poco de dolor.

En aras de la diplomacia salimos huyendo del restaurante antes de que llamaran a los dispositivos de género, y fuimos a tomar alguna copa a un sitio (de cuyo nombre no me acuerdo) donde ponían música de los sesenta. Desafortunadamente para la Teniente, la culpa a mi me había quitado el pedo, y P. tenía que levantarse pronto, por lo que a mitad de noche íbamos ya camino de la cama (que es el mejor camino) pasando entre cientos de grupos de adolescentes que llevaban todos el mismo pelo perfectamente despeinado y con el mismo flequillo al lado, en un alarde de originalidad propio del “negro” de Ana Rosa, para darnos cuenta de que nuestro hotel estaba en el centro neurálgico de esa movida.


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