jueves, 31 de julio de 2008

EPÍLOGO. Vizcaya.

Lema del día: Qué bien se está, cuando se está bien.


Iba a titularlo Bilbao, pero lo cierto es que durante mi estancia allí, en casa de mi tía y mis primas en Barakaldo, Bilbao lo pisamos sólo el sábado para ir de marcha. Y nos recorrimos no se cuantos sitios, comenzando por las fiestas de Sestao y terminando en la Guía de Portugalete.

Aparte de beber como sólo se bebe en Euskadi, como si al día siguiente fueran a promulgar la Ley seca, confesiones en la oscuridad (o casi amaneciendo), algún percance con la cremallera de algún pantalón en medio de alguna tajada, hacer más invitaciones para que vengan a visitarme gente que casi no conozco, y que un socorrista me abroncara por bañarme con bandera roja (aunque el mar no estaba ni de lejos para eso), el llegar a casa de la familia sirve para estimular un descanso que me permitió comenzar este diario y tomarme tiempo para el sueño que necesitaba dormir después de tanto ajetreo. Y es que a mi Euskadi me da paz. Y llovía, y todo estaba verde. Y empezaba a trabajar al día siguiente de llegar a Las Palmas, con lo que fue bien aprovechado. Salvo por el percance de la cremallera. Ah, y ganó España.



Bilbao – Las Palmas

Julio de 2008


martes, 29 de julio de 2008

Capítulo 17. Madrid – Bilbao.


REIF: ¿Cómo es que antes quedaban 71 y ahora quedan 78?

TENIENTE: Será que las indicaciones las hizo un portugués.


Hubo un último cambio de planes en ese viaje conjunto que realizábamos. Y es que había que terminarlo igual que lo empezamos.

En principio nadie tenía muy claro que yo fuera a regresar a El Escorial la noche antes, yo tampoco. Y todo fue mucho más fácil cuando me llamó la Lugareña para decirme que la Teniente me recogería al día siguiente en Moncloa, donde había quedado con B. con quien iba a Bilbao. Aprovechamos para despedirnos a la espera de encontrarnos en nuestros domicilios habituales una semana después, y yo seguí con las caipiriñas, ya convencidísimo de nuestro futuro viaje a Brasil. Pero eso fue la noche antes...

Llegué a Moncloa a hora prudente, cargado con la mochila y los millones de discos que había comprado el día antes, para esperar más tiempo de la cuenta porque, para variar, la Teniente se confundió. Cuando ya nos encontramos, fue el momento de buscar a B., y, una vez todos juntos, emprendimos camino a Bilbao, donde la Teniente y yo nos despediríamos definitivamente... hasta la próxima. Un camino precioso, verde como en ningún otro sitio a partir de Burgos, y muchísimos chistes acerca de todo el viaje, junto con La casa azul para amenizar el final de unas vacaciones que terminarían como empezaron: perdiéndonos con el coche, esta vez por Bilbao.


lunes, 28 de julio de 2008

Capítulo 16. El Escorial – Madrid – El Escorial?

1.

REIF: Ese no nos ha preguntado porque ha visto que no somos de aquí. Habrá dicho ese es inglés y esa italiana.

TENIENTE: A la Lugareña le ven pinta de cejorra y por eso creían que era portuguesa.

REIF:Y el año pasado habanera. Si ya he dicho yo que le iba muy bien lo de la Oriunda.


Gran parte de las conversaciones de nuestro viaje versaron sobre nuestro diario, ese que no hice, y sobre la redacción de este otro, sobre el que tuve la mala idea de dar pistas, lo que sirvió para que le tuviera que cambiar el seudónimo original a la Lugareña, porque el que tenía ideado para ella no le gustaba, es vecina mía, y dependo de ella para ir a Ikea. Y porque me quedaba en su casa en El Escorial.

Nos levantamos a hora decente para hacer lo que habíamos planeado el día anterior. Dado que estábamos al lado de Madrid, y mientras la Lugareña se dedicaba a arreglar sus cosas, la Teniente y yo habíamos quedado el día anterior con algunos amigos en Madrid, lo que a mi me servía como excusa para ir de compras a la Fnac y a Quicksilver a buscar una mochila para lo que adquiriera allí.

La Teniente tiene pánico a entrar con el coche en todas las ciudades, y Madrid la aterra especialmente, por lo que nos fuimos en guagua. Ya nos había advertido la Lugareña que el trayecto, vía Galapagar, tenía muchas curvas. La Teniente le tiene pánico porque se marea y fue cambiándose de asiento durante todo el trayecto hasta llegar a la primera fila. Yo me quedé en el primer cambio. Al bajar en Moncloa, sin embargo, la Teniente estaba encantada porque no se había mareado nada a pesar de haber hecho todos los esfuerzos del mundo para conseguirlo. Allí se separarían nuestros caminos... temporalmente.


2.

REIF: Yo el año que viene tenía prometido a la Teniente ir a Brasil, pero después de lo de este año, me voy quince días a las Alpujarras a una casa para no moverme de allí y cultivar papas o lo que sea que se cultive en las Alpujarras.

I.: Pues a mi me encantaría volver. Hay un sitio en medio de un desierto donde te ponen caipiriñas.

REIF: Pues vámonos a Brasil.


Madrid a mi siempre me sigue pareciendo igual. Una ciudad fantástica para estar cuatro días, ir de compras, pasear mientras todo el mundo corre, y darte cuenta de que todos los modernos son iguales. Es la misma ciudad caótica, mal planificada y agresiva de siempre. Esa ciudad cuyos habitantes se cabrean mucho cuando digo estas cosas. Pero es así. A mi me estresa mucho en general, esa especie de prisa para todo, ese sentirse observado, a la vez que me encanta el anonimato de ir encontrándome gente con quienes nunca más me voy a volver a cruzar. Pero para algo tiene que servir no ver tres en un burro e ir siempre con gafas de sol y sin lentillas, para que parezca que floto y no ver nada que me incomode. Eso sí, luego me dicen que soy un borde.

Sol, Gran Vía y Fuencarral estaban llenos de gente, como siempre que voy. Con un calor abrasador fui en mi búsqueda de mochilas, y me recorrí todas las zapaterías de Fuencarral para no encontrar lo que buscaba, algo tan simple como unas sandalias negras. Y al borde del colapso por la deshidratación, me fui a la Fnac a conseguir ofertas de discos, la discografía completa de La casa azul, los DVD de Muchachada Nui y La hora Chanante, y Sweeny Todd... y otras cosas. Y cuando terminé me fui a ese metro tan mal planificado como el resto de la ciudad (y sigo sabiendo que los madrileños se me van a cabrear), para terminar en Villaverde Alto, donde había quedado con S. en su casa para comer.

S. quería que yo comiera sano, pero la boicoteé mezclando la ensalada de pasta con mayonesa y queso que, por muy light que fueran, siempre aumentarían las calorías. Mientras S. iba a recoger a R., que llegaba en el AVE, yo me dedicaba a quedar con F. en Lavapiés, que, con diferencia, es el barrio que más me gustaba en Madrid, hasta que me di cuenta de que estaba poniéndose de moda.

Tras muchos mojitos y caipiriñas, acompañados además de I., amiga de F., de la que me enamoré instantáneamente, probablemente porque me recuerda demasiado a mi mismo, y alguna deserción, llegamos a Doctor Resaka, un bar estupendo, donde el dueño, que tiene página en myspace, canta mientras espera que los demás subamos a cantar con él. Todo música estúpida de los ochenta, y aceptando peticiones. I. y yo, que cumplimos años con dos días de diferencia, decidimos celebrar nuestro cumpleaños allí, por más que a mi y a todos mis amigos de Las Palmas les pille un poco a contramano. Y además el año que viene a Brasil. Lo que me recuerda que no se qué hago escribiendo esto cuando lo tenía que estar planificando.


domingo, 27 de julio de 2008

Capítulo 15. Porto- El Escorial.

1.

REIF: ¡Qué bien, vamos para España! Allí la gente habla normal.

TENIENTE: Y es todo llano.

Salimos de Oporto bien tempranito, después de desayunar en la pasteria del día anterior, hacer millones de cambalaches con las maletas, del apartamento al hotel, de mi habitación abajo, de..., y después de que las niñas se dieran cuenta de que el dueño del hotel y el apartamento estaba enfadado con nosotros porque creía que había hecho mal negocio, cosa que yo también pensaba.

Fuimos mucho más hábiles para salir de Oporto de lo que lo habíamos sido para entrar, como habíamos demostrado el día anterior, y emprendimos regreso a la patria, con la Lugareña conduciendo y la Teniente y yo echando siestas por tiempos. Creíamos decir adios a las cuestas y a nuestra propia estupidez, motivo de todos los problemas.


2.

TENIENTE: ¿Dónde está Reif?

LUGAREÑA: Fumando fuera.

TENIENTE: Pero si esto es España.

CAMARERO: Sí, aquí se puede fumar.


Siempre soñé con ser director de cine para poder hacer una única cosa: mi road movie. No voy a dar ideas, porque la esperanza nunca se pierde, pero algún día se lo contaré a alguien. Y siempre recuerdo eso cuando hago un trayecto medio largo en coche. Como es el caso.

Los paisajes ya se me han olvidado. No puedo describirlos. Entre otras cosas porque, como ya he dicho, me pasé gran parte del trayecto durmiendo. Paramos en Zamora a comer en el único restaurante de carretera pijo del país, donde nos clavaron por una ensaladilla rusa, ya que fuimos lo suficientemente imbéciles como para no pedir la carta, y continuamos durmiendo camino de El Escorial, acuaplanning incluido (porque si no, no sería un viaje nuestro) debido a un tormentazo que había caído en Segovia.

Llegamos a El Escorial pasando delante de Berta, ese ordenador que tiene todos los datos de todos los españolitos, y del Valle de los Caídos, donde no paramos porque se nos había olvidado coger el cemento. Y una vez en casa de la Lugareña, nos aseamos y la Teniente y yo dejamos a la familia unida para que hablara de sus cosas.


3.

REIF: Menos mal que para la final estoy en Bilbao.

TENIENTE: Va a ser igual.

REIF: Pues me voy con los borrokas.


Dimos una vuelta por El Escorial, donde hay las mismas cuestas que en Portugal, para desintoxicarnos poco a poco. La lluvia había conseguido que hiciera un bochorno de impresión, y, para seguir rememorando las vacaciones pasadas, quisimos subir caminando a San Lorenzo, para tomar un vermú. La Patrulla del Colesterol nos informó de que el camino era largo, pero eso no nos detuvo. En su lugar lo hizo la Lugareña, que nos echó la bronca por teléfono cuando le contamos nuestros planes, y nos obligó a ir a buscar el coche para subir.

Llegamos a San Lorenzo del Escorial y nos las vimos negras para aparcar, para no perder la costumbre. A partir de ahí, y en aras de la rememoración, volvimos a ir pasando por miles de bares sin decidirnos a entrar en ninguno hasta que encontramos una plaza que la Teniente recordaba, donde estaban los mismos muchachos disfrazados de la selección española que en resto de bares, porque España jugaba la semifinal de la Eurocopa.

España marcaba goles a Rusia mientras nosotros éramos los únicos que no nos levantábamos de la terraza para verlo, porque somos apátridas o algo.

Terminamos de cenar justo cuando acababa el partido, para cruzarnos con todos los millones de coches de niñatos llenos de banderas que pretendían dejar sordo al pueblo, mientras ideábamos una estrategia por si venían a pegarnos si no les seguíamos con el claxón. Y es que la gasolina está cara para trabajar, pero no para algo tan importante como el fútbol.

Llegamos a casa de la Lugareña, donde seguía la reunión familiar. La Teniente tenía ganas de pegarle una paliza a la cama, pero yo ya había dormido lo suficiente por el camino, así que me reuní con el resto de la familia para terminar invitando a A., una de las hermanas de la Lugareña, a venirse a mi casa en verano, como si no tuviera la casa de su hermana a tres bloques de la mía.


sábado, 26 de julio de 2008

Capítulo 14. Porto- Braga- Porto.


TENIENTE: Yo creo que es por ahí.

LUGAREÑA: Ahí es donde dimos la vuelta antes.

TENIENTE: Pues yo creo... ah, no.

REIF: Menos mal que te habías aprendido el camino perfectamente.


Como dormíamos en sitios distintos, habíamos quedado para desayunar. Mis acompañantes no conocen aquello de los cinco minutos de cortesía, y tampoco parecen conocerme a mi, que me los tomo siempre. Por eso exactamente a la hora acodada me estaban llamando a la habitación.

Desayunamos en una pastería que habíamos visto el día anterior. La Teniente estaba contenta porque había conseguido poner una lavadora en el apartamento que tenían, y tuvimos que ir a tenderla antes de salir para Braga. El día se había levantado bochornoso, pero no podíamos imaginarnos lo que nos esperaba.

Entramos en Braga sin demasiados problemas, aunque para aparcar lo tuvimos bastante más complicado. Y salimos a un sol de justicia y un calor abrasador que nos acompañaría el resto del día. Vimos casas preciosas, una catedral que se podía visitar casi íntegra sin pagamento, y muchas banderas portuguesas por todas partes. Y nos fuimos a tomar el vermú a la cafetería Brasilia, del mismo estilo de establecimiento de época, que se caía a cachos, y a la Teniente le parecía encantadora. Paseamos al borde de la deshidratación, Biblia en mano, para que no se nos escapara nada, y volvimos a ver los mismos edificios que en todas las ciudades portuguesas, con los mismos azulejos y los mismos motivos. A mi me encantaron, pero bien es cierto que era más de lo mismo, y la Lugareña estaba bastante decepcionada, porque ella quería algo de Chillida o algo.

Como le estábamos haciendo caso a la Biblia, pretendí ir a comer a una tapería hispano-lusa que recomendaban, pero a la Teniente le parecía muy español, con lo que terminamos yendo a un restaurante de no se cuantos tenedores a comer solomillo con foie.

Tras una comida algo más que opípara, en vez de irnos a dormir la siesta, que era para lo que yo estaba, fuimos a buscar el Ayuntamiento, la plaza de Santa Bárbara que estaba llena de flores que no habían crecido, y un sitio de internet gratis, porque como sólo había cuarenta grados a la sombra, a mis niñas les parecía que era lo que había que hacer a las cuatro de la tarde, sobre todo dando más y más vueltas porque no lo encontrábamos. Pasé por una ferretería que estaba cerrada, por lo que no pude comprar el hacha que tenía pensado adquirir para terminar con la situación y que nos fuéramos al cyber que habíamos visto al mediodía. Me planteo ahora que era una cuestión de orgullo, pero por poco me las cargo, lo juro por Sid Vicious.

Encontramos el dichoso sitio de internet, cerrado porque estaban dando cursos, y terminamos en el otro. Todo ello para buscar ruta para la vuelta y no perdernos por las carreteras portuguesas, aunque yo creía que lo más sensato era buscar cómo entrar en Oporto sin morir en el intento. Y una vez logrado, fuimos a coger el coche para salir de Braga camino de Bom Jesus, un monasterio perdido en los montes, y que nos costó un poco encontrar, porque las señales son un poco sui generis. La Teniente decía haberse aprendido el camino pero, como bien demostró y los demás ya suponíamos, no era así.

Una vez llegamos allí, pedimos agua en un chiringo y nos sentamos en unos bancos a la sombra que miraban a Braga. Las niñas querían justificar la hora dando vueltas y fueron a ver momias dentro del monasterio, pero yo me puse a La Casa Azul el iPod para conseguir pensar que la vida era bonita y no cometer un asesinato.

Íbamos aterrados de vuelta a Oporto, pero entramos bastante mejor que la primera vez. El calor nos había matado, y sólo dimos para tomarnos unas cañas en la terraza de una tasca al lado del hotel, con el baño más asqueroso de todo Portugal y unos progres con chucho portugueses que son como los españoles. Aunque el chucho ataque a un ciego, ellos ni se inmutan.


viernes, 25 de julio de 2008

Capítulo 13. Porto.

1.

Ring, ring. REIF coge el teléfono.

LUGAREÑA (off): Vamos a desayunar, ¿vienes?

REIF: ¿Ya?

LUGAREÑA (off): Si... si vienes.

REIF: Quince minutos. ¿Me llevo el bolso?

LUGAREÑA (off): Espera... No, luego volvemos. Vamos a cambiar de habitación.

REIF:Ah (cuelga el teléfono) No me lo puedo creer.


La Teniente había pasado mala noche. Ella lo achacó al ruido y a la luz. Yo estoy convencido que fue por el alcohol, pero como no me hacen ni caso, no me molesté en intentar convencerla.

Desayunamos en el Majestic, un café de decoración entre art decó y simplemente recargado, con un desayuno completo de quince euros y un zumo de naranja riquísimo según la Teniente. Ya le dije que por lo que iban a cobrar por él ya podía ser bueno. Allí toco pelearse por si una señora estaba de pie o sentada, porque dos días enteros de paz no podían ser.

Al terminar las niñas fueron a negociar cambio de habitación, pero yo me quedé fumando, porque ya había decidido que no me movía de mi habitación individual, sobre todo para no tener que volver a rehacer la maleta. Tras mucho discutir, el dueño, que ya empezaba a pensar el mal negocio que había hecho con nosotros, ofreció un apartamento poco más abajo de la pensión en la que yo me quedaría, que las niñas cogieron sin rechistar.

Al volver a la pensión, los neonazis estaban marchándose, con cara de haber dormido bastante más que nosotros, lo que nos reconfortó porque no habíamos sido los más patéticos de la fiesta, y, una vez hecho el cambio de maletamen, fuimos a hacer turismo por Oporto.

En el metro estuvimos a punto de poner una reclamación de tres páginas a una máquina que no nos quería dar el billete y la Lugareña volvió a ejercer de portuguesa indicándole a una señora dónde tenía que pararse. Tras ser perseguidos por un vigilante del metro que no se fiaba que hubiéramos sacado el tique, con lo que nos costó, cruzamos el mismo puente de la noche anterior, esta vez por arriba, para ir a un monasterio en Gaia cuya indicación decía Monumento. Hicimos parada en un mirador que hay al lado del Monumento donde se pueden observar las mejores vistas desde altura de Oporto, y donde estuvimos a punto de sufrir el paro cardiaco que no habíamos sufrido la noche anterior cuando fuimos conscientes de por dónde habíamos subido desde el río, unas escaleras paralelas al recorrido del funicular.

Bajar era más fácil que subir, y buscamos escaleras que no encontramos, por lo que preferimos correr el riesgo de morir despeñados por unas calles empedradas en el siglo XIX antes de Cristo, por lo menos.

La Teniente quería ir de cata de oportos. La lugareña y yo, sin hablarnos porque nos conocemos demasiado, teníamos claro que queríamos cerveza y nos faltó tiempo para sentarnos en una terraza.

La gente iba llenando el paseo del río, no sabíamos por qué, pero nos dio igual, porque lo que ahora queríamos era comer. Fuimos buscando un sitio de la Biblia que no vimos, y descartando sitios modernísimos porque preferíamos algo típico. Y así dimos con un restaurante de portugueses donde sólo había portugueses, y que, aparte de para engrosar la lista de caldos verdes, a la Teniente le sirvió para darse cuenta de que somos igual de españoles que todos a los que criticamos tanto, al oír el silencio de todos los comensales, y el ruido que estábamos haciendo nosotros.

Como seguía empeñada en hacer catas, al final recorrimos unas cuantas bodegas hasta que dimos con una que atendía según llegaba el grupo que fuera, en el idioma que correspondiera. Un chaval, hijo del dueño, que podría haber sido guapo si no se hubiera pasado con los anabolizantes, aunque a la Teniente le gustó para mi, nos explicó cosas que no me interesaban nada, y nos dio de catar, para que termináramos comprando la Lugareña y yo. Ella para la familia y yo para hacer reducciones para el foie. Porque el vino dulce no nos gusta a ninguno de los dos.


2.


TENIENTE: Podemos hacer una guía de terrazas del mundo. Precios, atención y baños.

LUGAREÑA: Allí está el camarero.

REIF: El camarero es una mujer fea... ¿No tiene cara de síndrome?

LUGAREÑA: No.

REIF: Entonces será que sólo es muy fea.


Cruzamos a Oporto por el mismo puente que el día anterior casi nos mata, desde donde muchachos se tiraban al río a la vez que pasaban barcos que hacían carreras y cosas, lo que era el motivo de que toda la ribera del río se hubiera llenado de gente.

La orilla de Oporto estaba más llena, pero en vez de de lugareños, de guiris en restaurantes de guiris con bacalhau y estética para guiris.

  • ¡Qué bonito el restaurante! Tiene mesas en el arco – dijo la Lugareña al pasar por uno de ellos, que, efectivamente, tenía unas mesas que daban al río situadas en un arco de lo que parecía una antigua muralla.

  • Para que te den esas mesas se la tienes que chupar al metre, al camarero, al cocinero y hasta al pinche – apostillé yo con mi elegancia habitual.

Tras la cerveza de media tarde, volvimos al entrenamiento subiendo más y más cuestas para ver las calles de Oporto, preciosas y llenas de azulejos, la Estación de San Benito, con azulejos en azul y blanco dentro representando escenas históricas, más iglesias y edificios con azulejos... y la Sé Catedral, que también tiene azulejos en azul y blanco, representando no se muy bien qué porque ya estaba un poco hasta las narices de azulejos y cuestas.

La ciudad nos pareció preciosa, sólo que un poco esforzada para nuestros ya castigados gemelos, y las vistas desde la Sé fueron de las más aclamadas del viaje, como reza en la famosa frase de la Teniente:

  • ¡La vista es preciosa, todos los edificios a punto de venirse abajo!

No tuve la precaución de apuntar en qué momento a la Teniente le pareció que alguien estaba en un “riliti chou”, pero ya le dije que la expresión iba a ir en este diario sí o sí.

Tras haber logrado el puerto de montaña, bajamos a los Aliados, donde habíamos visto azulejos azules, y donde sentados en otro café de época, establecimos un último cambio de planes. Durante todo el tiempo desde la última vez que los nombré no es que hubiera habido ninguno, sólo quería no aburrir demasiado. La cosa es que antes de llegar a Bilbo, destino final, íbamos a parar en León tras haber pasado por Bragança, pero la Lugareña finalmente, había decidido dirigirse a El Escorial, su pueblo, porque tenía que arreglar unos asuntos. Y no la íbamos a dejar sola. Para celebrar el cambio, pedimos más cervezas.

El café Guarany, donde nos habíamos sentado, era otro café con ansias de elegancia, donde hasta los camareros parecían haberse escapado de películas de los años cuarenta y donde había un señor tocando un piano. Un muchacho algo rarito que se dedicaba a hacer cuentas en una servilleta y apuntarlas después en el móvil mientras hablaba solo, captó nuestra atención porque ya estábamos aburridos de nosotros mismos.

Como se nos hizo la hora de cenar, y había que comer aunque no tuviéramos hambre, emprendimos la marcha en busca de algún sitio donde pusieran caldo verde mientras continuábamos haciendo turismo gracias a distintos establecimientos situados en edificios preciosos con el mismo aire decadente que todo el resto, y a que la Teniente quería encontrar no se qué teatro que cuando encontramos ni ella misma sabía qué era lo que le había llamado la atención. Igual que cuando llegamos a la Plaza de Batalha, sitio adonde nos había querido conducir el día anterior a buscar residencia, aunque nos llevó a la Praza da Republica, más o menos en la otra punta de la ciudad.


jueves, 24 de julio de 2008

Capítulo 12. Lisboa- Aveiro – Porto.

1.

DEPENDIENTE: (en portugués) Sólo tenemos 44.

REIF: (en español) ¿Eso es una 44? Yo ahí no entro.

DEPENDIENTE: (en portugués) ¿Seguro?

REIF: (en español) Ya te digo.

DEPENDIENTE: (en portugués y con cara de no creérselo) ¿Quieres probártelo?

REIF:(en español) Ni de coña. Yo ahí como mucho puedo meter una pierna.


Nuestro grado de entendimiento era tal que de esta guisa íbamos despachando personal por el mundo. Y eso que yo seguía hablando en inglés, pero para poder expresar mi incredulidad, es un idioma que no me va bien.

Pudimos disfrutar de un tranquilo último desayuno incluido, lleno de paz y sosiego gracias a unos alemanes que debían estar queriendo comunicarse con sus madres en Munich. La mayoría de los habituales ya no estaban, quedando sólo las inglesas, que en realidad eran dos grupos bien definidos: unas inglesas arregladas como si fueran personas normales y unas eslovacas con pinta de putones polacos. El fin de semana les había sentado fatal y ya no era ni la sombra de lo que habían sido hacía dos días, pero hacían lo que podían por intentar desayunar sin vomitar en la mesa.

Como la recepcionista estaba liada porque todo el mundo se iba a la vez y queríamos salir pronto a pesar de ir a salir de compras, vimos una buena oportunidad para no tardar demasiado en esos menesteres no dejando la habitación hasta última hora.

Habíamos visto un par de tiendas donde las niñas comprar recuerdos, porque yo me negaba este año a ir cargado para los demás cuando casi no había podido llevar ropa para mi, pero aproveché para obtener el regalo de cumpleaños de mi madre, por mucho que no tuviera claro cómo ni cuándo se lo iba a dar. Me decidí también a comprar unos vaqueros y unas bermudas de una tienda carísima que no conocía, aunque luego me han dicho que hay una en Las Rozas Village, cosa que motivó la apasionante conversación del inicio de este episodio. No se si es que el dependiente fashion brasileño (aunque era paticorto como todos los portugueses) me vio cara de imbécil y quería que le comprara algo a toda costa, o es que me veía con buenos ojos, pero al final, tenía la 46, y me temo que lo que no quería era trabajar.


2.

TENIENTE: ¿Y el aire refinado holandés?

REIF: Pues como no sea que está lloviendo.


Salimos al encuentro con las nubes, que habían vuelto a cubrir el norte de Portugal y, creemos, las Cíes, a eso de la hora del vermú, que no tomamos, para desesperación mía, que ya iba sintiendo los efectos del alcoholismo.

Habíamos decidido (o eso creo) ir a Aveiro finalmente, pero sólo llegar, comer, dar una vuelta y salir pitando para Oporto, donde creíamos que teníamos habitación, por mucho que algo nos dijera que no era así.

En realidad digo que creo que lo decidimos porque yo no tuve nada que ver en esa decisión. Pero las niñas querían ver el cierto aire refinado holandés que decía la Biblia que tenía el pueblo en cuestión. Nos costó entrar en Aveiro lo mismo que en todo el resto de ciudades portuguesas, aunque menos que a Santiago, y fuimos buscando los canales, antiguas marismas, donde se había construido la ciudad.

Había fiesta por San Juan, y estaban todos los niños montándose en tirolinas. Por poco tengo que impedir a mis acompañantes que se pusieran en cola para subirse porque iban a dar mucha vergüenza ajena. No llegó la sangre al río, pero a punto estuvo, sobre todo porque por más que intentábamos buscar el aire refinado holandés, no lo encontrábamos por ningún sitio.

Aveiro es una ciudad bonita, donde por fin vimos portugueses que creímos guapos, aunque yo tengo mis dudas, lo mismo es que nos íbamos acostumbrando, que tiene unos cuantos canales en cuyas orillas podemos ver algunos edificios preciosos, con cierto parecido a las holandesas, en medio de edificios espantosos que no deberían haber estado allí nunca.

Por más que buscamos el aire refinado holandés no encontramos más que una brisilla de lo que podía haber sido, y nos volvimos a dar cuenta de lo bien que hacíamos no haciéndole caso a la Biblia. Por mucho que la ciudad fuese bonita, que no digo yo que no.


3.

REIF: ¿Es el puente o soy yo?


Si alguien creía que el único objeto político de mis iras iba a ser el Concejal de Urbanismo del Ayuntamiento de Santiago de Compostela, o el Ministro de Fomento, o... ya me pierdo... El Concejal de Urbanismo del Ayuntamiento de Oporto es muchísimo peor. Ciudad imposible si no se conoce, tardamos lo más grande en llegar al hotel donde creíamos que teníamos reservada habitación, por más que nos encontráramos a un amigo del dueño en el camino que nos dio indicaciones.

Resulta que la Inútil de Recepción no trabajaba los fines de semana y, como no lo hace, se habían dedicado a alquilar todas las habitaciones e ignorar nuestra reserva con lo que, una vez encontrado el sitio, nos encontramos en Oporto sin habitación, a media tarde, con la gente ya asando sardinhas y dándo martillazos al personal. No pensaba hacer chistes sobre nuestra búsqueda de morada, porque yo me agobié bastante, pero la Teniente se lo pasó muy bien, porque ella hasta las doce de la noche no se preocupa si no tiene sitio, y fuimos buscando y buscando y mirando habitaciones por todos los residenciales y hoteles medios, todos los que estaban medianamente bien completos menos el primero al que fuimos, donde yo quería coger habitación aunque fuera solo para pasar esa primera noche. Llegamos, dando muchas vueltas, a la Plaza de la República, según la Teniente, llena de residenciales que no estaban y otras que estaban completas, e hicimos el camino de vuelta para, tras mucho pensar, optar por coger las habitaciones que nos habían ofrecido en el primer hotel, en un residencial que acababa de reabrir el dueño, recién reformado, lo que hacía que el olor a pintura lo inundara todo. Para ello, además, como íbamos a estar tres noches, cambió de habitación a tres alemanes muy alemanes (es decir, que me pusieron) con pinta un poco de skins.

Una vez superada mi angustia, porque mis niñas estaban muy ilusionadas, nos compramos el martillo, nos arreglamos y nos fuimos a la calle.

La noche de San Juan en Oporto consiste en una especie de verbena de pueblo a lo bestia. Y a mi las fiestas de pueblo me encantan. Te compras un martillo de goma de esos que suenan, y te encaminas a los baritos y asociaciones y puestos en la calle a beber y comer sardinhas y unos bocadillos de carne especiada (cuyo nombre no recuerdo no se por qué, porque nos hartamos), mientras suena música típica y todos bailan y cantan. No se si influidos por el buenrollismo o por la cerveza o porque los había, empezamos a ver portugueses guapos.

A medianoche hay un espectáculo de fuegos artificiales a lo largo del Duero que nosotros, por recomendación de nuestra recepcionista, fuimos a ver a Villanova de Gaia, una supuesta ciudad frente a Oporto que, en realidad, forma parte de la ciudad. Allí dábamos martillazos y nos los daban a nosotros mientras bebíamos más y más cerveza, incluidos los alemanes desalojados, por más que yo intentara que no me vieran porque no tenía la culpa y no tenía por qué pagarla.

El espectáculo de fuegos artificiales se vio mermado por la lluvia, aunque era la primera vez que llovía en San Juan, según me informó la recepcionista mientras los dos intentábamos cumplir la ley antitabaco en la puerta del hostal mojándonos. Pero aun así, nos resultó estupendo. La Teniente era la única persona que iba con paraguas en todo Oporto, pero no se quería estropear el pelo.

Como mi sentido del peligro es un tanto peculiar, a los diez minutos de apagar todas las luces de Oporto toda la cerveza que me había bebido recorrió de pronto el camino hasta mi vejiga, y me tuve que ausentar para aliviarla. Y como todo estaba oscuro, busqué el callejón más negro posible seguido de un tío que había estado observándonos previamente. Sólo cuando salí de allí indemne y se lo conté a las niñas caí en la cuenta de que lo mejor que me habría podido pasar es que me violara, y con ese no me apetecía.

Pero eso fue lo de menos. Una vez terminados los fuegos, seguimos a la marea humana que se encaminaba a cruzar el puente de vuelta a Oporto. No entendimos muy bien por qué los mismos policías a los que antes daban martillazos ahora estaban muy serios e impedían el paso al puente, de forma que casi nos aplastan. No lo entendimos, hasta que estuvimos encima. Yo no iba lo suficientemente borracho como para tambalearme, pero en un momento determinado, comencé a hacerlo. Me preocupé hasta vi que todo el mundo estaba haciendo eses. Y es que la tradición marca que los grupos de amigos se pongan a dar saltos encima del puente haciendo que parezca el Dragon Kan. La Teniente se agarró a la gorra de mi camisa para no caerse, porque era mucho mejor que yo muriera asfixiado. A mi la experiencia me resultó muy divertida, por más que todo el mundo saliera pálido y con ganas de vomitar, y a punto estuve de cruzarlo de nuevo, pero mis niñas me retuvieron.

Temiendo que hicieran uso de la fuerza, nos dirigimos al primer bochinche (tascucha en acepción canaria, en el diccionario de la real academia no viene así) que encontramos porque mis acompañantes no querían correr el riesgo de que las violaran en ningún callejón y no se atrevieron a mear en la calle. Pedimos bocadillos y más cervezas antes incluso de que las niñas mearan porque todo el mundo iba allí a lo mismo y la portuguesa con bigote que lo regentaba nos obligó, tanto a eso como a que me sentara porque me llevaban la comida a la mesa. Ella si que me dio un poco de miedo, y obecedí.

El ambiente era genial, y yo me quería quedar, pero era el único. Preocupaciones externas tenían a la Lugareña ensimismada, y la Teniente estaba de muy buen humor, pero exhausta de tanto mirar habitaciones, por lo que nos encaminamos a la pensión cuando ya estábamos suficientemente borrachos. En el camino iban a estar las mismas verbenas donde habíamos tomado algo en la bajada al río, por lo que mantenía la esperanza de que haríamos paradas en medio. Pero esa expectativa murió cuando comenzamos a subir las infernales escaleras que llevaban a la parte alta de la ciudad mientras nos daban martillazos, lo que logró quitarme totalmente las ganas de fiesta, pero que mis gemelos al día siguiente tuvieran un tono que ni aun cuando iba al gimnasio habían poseído.


miércoles, 23 de julio de 2008

Capítulo 11. Lisboa – Costa da Caparica – Lisboa.

1.

TENIENTE: Me siento ardiendo por dentro.


La Lugareña sólo conoce a una persona en este mundo a quien le encante el metro: yo. Aunque ya había hace muchos años una canción de Kaka de Luxe. Me parece fascinante poder moverse en tiempo record por cualquier ciudad del mundo, y el de Lisboa, además, tiene paradas preciosas decoradas como antiguos castillos, como la del Parque.

En metro iniciábamos nuestro periplo para ir a Costa da Caparica, una playa supuestamente paradisíaca de ocho kilómetros de largo, llena de dunas y con un pinar justo detrás que, como era domingo, iba a estar vacía a la espera de que nosotros llegáramos para hacer bulto.

Nuestro aparcamiento no abría el domingo, porque sólo era para guardar el coche, con lo que, tras desayunar sin los habituales, que si habían ido a conocer el sábado noche lisboeta, y mudarnos a la nueva habitación nos preparamos para el recorrido que nos había explicado la recepcionista camino de la praia.

Ya en el metro fuimos conscientes de que no habíamos sido nada originales al pensar en ir a la praia, pues todos los vagones estaban llenos de sombrillas y gente con gafas de aviador y chanclas.

El siguiente medio de transporte era el autobús (al que me referiré como guagua, porque ya lo de autobús me cuesta), en cuya parada había una cola kilométrica donde pudimos identificar a unas españolas que se habían dedicado a perseguir a unos brasileños.

Un bonito viaje en guagua nos llevó hasta el pueblo de Costa da Caparica, amenizados por un chaval que estaba escuchando a lo que suponemos serían Los Cali portugueses a toda voz en el móvil, para que los demás no nos aburriéramos.

Llegados al pueblo, casi todo el mundo se comenzó a bajar en la misma parada. Nosotros, que no sabíamos, fuimos a imitarlos, pero la Lugareña, cuando la Teniente y yo estábamos ya fuera, decidió preguntar a las españolas, que se habían quedado dentro, y nos indicó que volviéramos a subir justo cuando el chófer estaba cerrando las puertas. Al grito de “¡Pare!” el guagüero detuvo la marcha, con lo que conseguimos volver dentro del transporte público con un favorecedor tono encarnado.

Las españolas, M. y C., tampoco sabían adonde iban, por lo que se habían dedicado a seguir a una pareja de maricas brasileños que parecían tener idea. C. era la que no estaba muy convencida de que uno de ellos fuera en realidad un hombre, a pesar de haberlos seguido desde que los vieron subir al metro.

Los brasileños, encantadores, nos condujeron hasta el tranvía que va haciendo paradas por todas las distintas zonas de la playa. Como ellos iban a pillar, que es lo que tienen que hacer todos los maricas que se precien cuando hay unas dunas, no como yo que en el momento que veo el sol me entra la modorra, se asustaron un poco cuando M. dijo que todos nos íbamos con ellos, aunque se refería a que nos indicaran algún sitio donde bajarnos que no estuviera a reventar de gente. Un español guapísimo que habría hecho ya lo que tenía que hacer distrajo mi atención cuando se montó en una de las paradas y como era inmune a cualquier tipo de acercamiento que yo no estaba haciendo y él iba a seguir hasta un pueblo posterior, me pareció razonable que nos bajáramos en la penúltima playa, que, suponíamos, sería más tranquila que el resto. No se dónde quedarían los brasileños.

El sol de la mitad del día es muy peligroso, pero a todos los españoles nos gusta jugar con el riesgo, y ninguno llevábamos sombrilla. M. y C. estaban en Lisboa con una beca Leonardo da Vinci, y nos indicaron sitios donde ir mientras todos intentábamos combatir el sol con mucha crema, porque sombra no había ninguna. Nos reímos mucho, y la Teniente consiguió volver a tener quemaduras de primer grado y a parches, otra de sus aficiones favoritas, gracias a un modo especial que tiene de untarse la crema.

Cuando ya creíamos que teníamos los suficientes puntos para el cáncer de piel y vimos que era tarde, decidimos irnos abandonando a M. y a C., que esperaban a una amiga que las había llamado. Justo cuando pasaba el tranvía a todos nos dio por presentarnos y hacernos fotos, porque tres horas antes quedaba feo, perdiendo un tren que tardaría veinte minutos más en pasar de nuevo, cosa que nos hubiera ahorrado alguna que otra molestia solar.

Durante el camino de vuelta fuimos capaces de darnos cuenta de que muchos niños portugueses están muy mal educados, y fueron estorbándonos la siesta primero en la guagua, y después en el metro.


2.

LUGAREÑA: Ya me entero hasta de los piropos en portugués.

TENIENTE:¿Qué dices de los piojos portugueses?

[...]

LUGAREÑA: Han dicho que nunca tanta belleza salió de ahí.

TENIENTE: Pues no se si belleza, pero más aseadas no las ha visto esa calle nunca fijo.


M. nos había aconsejado ir a la Casa del Alentejo, donde ella iba a ver el partido de España. Había comida típica más allá de las empanadas que comíamos todos los días como tentempié o como comida completa, y las niñas se emocionaron tanto que subimos y bajamos por la calle donde nos había dicho que estaba como catorce veces sin que lo encontráramos. Como no estaba allí, nos dedicamos a subir cuestas para no perder la costumbre, sin encontrarla y haciendo una incursión en la boca del lobo en forma de calle siniestra con todos los traficantes en la entrada, y pinta de haber degollado allí a millones de turistas intrépidos. El olor era nauseabundo y había heces humanas y compresas usadas en el suelo. Al grito de “Ya salen, ya salen” en portugués, todos los traficantes se rieron mucho cuando salimos, dedicando unos halagos a las niñas que la Teniente no terminó de entender.

Yo amenacé con irme a cenar un sandwich a la terraza de guiris del día anterior, pero como al final siempre me dejo llevar por los amigos (asco de lealtades), volví a subir y bajar la calle buscando la Casa de las bowlings, mientras cienes y cienes de camareros nos ofrecían otros restaurantes. Por fin preguntamos a uno, que nos había estado observando y, muy perspicaz, se dio cuenta de que andábamos más perdidos que el barco del arroz, con lo que nos llevó prácticamente de la mano al sitio buscado, por cuya puerta habíamos pasado cada una de las veces que habíamos subido o bajado la calle.

La Casa del Alentejo es una especie de local social de las gentes de aquella región portuguesa, decorada en un estilo medio mozarabesco, aunque con unos azulejos exactamente iguales que los que tiene mi tía en el patio de su casa. Aun así el resto es una auténtica obra de arte, la mitad cayéndose a cachos, pero digna de ver. Posee una cafetería instalada en medio de lo que parece un antiguo teatro, encantador para tomar un café pero algo peligroso por las condiciones del, en otro momento, magnífico techo de escayola, y dos restaurantes, uno más elegante, en madera y con frescos en las paredes, el más solicitado, con un camarero hasta las narices de trabajar, y otro algo menos acogedor, con paredes blancas y azulejos azules, con un camarero que podría habernos gustado mucho si no hubiera sido porque necesitaba una urgentísima visita al dentista.

Mientras todos los españoles veían el fútbol abajo, nosotros comíamos comida típica alentejana y nos peleábamos dialécticamente con una virulencia poco propia de personas supuestamente civilizadas por un tema tan importante como el realizar o no una visita a Aveiro, ciudad que nos habían recomendado M. y C., camino de Oporto, cosa que nos llevó a dejarnos de hablar durante media hora. Y es que no se puede estar tanto tiempo con la misma gente.

Una vez repuestos del combate, pero ya casi sin fuerzas, dimos nuestra última vuelta por nuestro barrio en Lisboa, y casi nos despedimos de ella, porque al día siguiente teníamos que irnos de compras.


martes, 22 de julio de 2008

Capítulo 10. Lisboa.


REIF: Mirad, allí no hemos subido. ¿Habrá escaleras?


Pasados de rosca como estábamos y con un resacón que yo pocas veces había sufrido (lo que teniendo en cuenta que, como mínimo, tengo seis o siete al mes es mucho), el segundo día pleno en Lisboa no dio demasiado de si.

Las niñas fueron a desayunar, ya que pase lo que pase a las ocho de la mañana están despiertas, para encontrarse con un grupo de inglesas espectaculares y los Judíos Ortodoxos intentando ligar con ellas. Yo, que soy una persona normal, me levanté tras siete horas de sueño y fui a desayunar a una terraza mientras la Teniente volvía a la cama a dormir la resaca y la Lugareña iba a hacer fotos del elevador de Santa Justa que no le habíamos dejado hacer el día anterior. Más vendedores de gafas de sol me ofrecieron todo tipo de psicotrópicos mientras degustaba un sandwich mixto y mis acompañantes cumplían sus promesas.

La Teniente y yo queríamos ir de compras a distintos sitios que creíamos haber visto la tarde anterior, pero, no sabemos cómo, terminamos subiendo en un funicular, que era lo que la Lugareña había ido a hacer a Lisboa y yendo de visita por Alfama, el supuesto barrio típico, que es igual de bonito que el resto, pero exactamente igual, en todos los sentidos, incluyendo los modernos con gafas de aviador. Todo ello bajo un sol abrasador y rodeados de tiendas de chinos de dimensiones nunca vistas por ninguno de nosotros.

Terminamos comiendo en un cutre bar servidos por un camarero con unas piernas de dimensiones normales y donde, además de intentar mitigar la resaca con cerveza, tocó pelearse por lo que era un balde, para después ir a dormir la siesta, que es lo que hay que hacer cuando se está de resaca, sobre todo si hace calor.

Uno de los judíos ortodoxos, que no había conseguido ligar con las inglesas, había monopolizado internet durante toda la mañana, así que al volver y ver que no estaba, la Teniente se decidió a mirar el correo y ver si teníamos hotel en Oporto, donde habíamos intentado reservar porque llegábamos la noche de San Juan, cosa que jamás pudimos averiguar. Nosotros intentábamos dormir la resaca cuando ella, asada por el calor y los cuatro pisos de escaleras, llegaba abriendo y cerrando ventanas y poniendo y quitando el aire acondicionado con el fin de que nos despertáramos y no olvidáramos que existía.

A media siesta, mis acompañantes se fueron de compras. Yo, que ya empezaba a sufrir las incomodidades de llevar una maleta sensata, me quedé lavando ropa y organizando la maleta, pues cambiábamos de habitación al día siguiente, efecto de la postergación de nuestra marcha de Lisboa. Aunque la nueva era en la segunda planta, a mi me tocó bastante las bowlings, por mucho que la Teniente y la Lugareña estuvieran muy contentas porque íbamos a tener que subir menos escaleras.

Como la habitación nueva no era apartamento y no había frigorífico, cenamos esa noche en casa para acabar con las reservas que habíamos comprado para un mes dos días antes. Como las reservas también eran alcohólicas, terminamos de estar borrachos para no salir. Porque al día siguiente además nos íbamos a la praia.


lunes, 21 de julio de 2008

Capítulo 9. Lisboa- Cascais- Estoril – Lisboa.

1.

TENIENTE: ¿Cómo quedaría...? Bar Chic, eso suena a puticlub, y el Nice Bar también... ¿Cómo quedaría...?

REIF: Portugal.

TENIENTE: Eso.

Aunque las niñas querían que escribiera el diario conjunto yo no estaba por la labor. Probablemente hubiera ayudado a que este año, en que los ánimos estaban caldeados por distintas situaciones personales, no fuera el año de los cambios de planes y, sobre todo, de las discusiones estúpidas, forma de proyectar nuestras animadversiones contra nosotros mismos. Como por ejemplo, el dónde aparcar y si pagar pagamento o no cuando no había sitio sin pagamento. Sin embargo, en lo importante estábamos plenamente unidos, como contra unos catalanes chungos que alternaban el español y el catalán (suponemos que ese último idioma para hablar de nosotros) durante el desayuno, con una mala educación envidiable, por mucho que uno de ellos alardeara de lo contrario al arrastrar yo una silla cuando todavía no estaba despierto. “A mi me educaron así”. Concluimos que era en lo único en que estaba educado, e hicimos las paces entre nosotros mismos. El Vigilante de las Tostadas llegaba cuando nosotros ya nos íbamos, para alivio de la Teniente, y fuimos a echarnos mucha crema protectora para nuestro primer día de playa.

Cascais es una ciudad llena de chozas alucinantes y cierto aire señorial sesentero, con una ciudadela, al parecer, preciosa, que no pudimos visitar porque estaba de reforma, como todas las autopistas portuguesas. Al ir a cruzarla una guapa chica me habló en inglés, nuevamente. Yo vi un micrófono donde sólo había una petaca, y salí corriendo porque creía que era la tele. La guapa chica me tuvo que perseguir un poco, explicando en inglés que no me iba a hacer ninguna encuesta, que estaban rodando una película y que, por favor, no pasáramos por no se qué sitio. Todos los guiris hacían caso omiso, pero como yo ya había incumplido un par de veces la ley antitabaco, fui muy respetuoso, sobre todo porque eso de salir en cámaras ajenas lo llevo regular. Y en la mía propia casi que peor.

Hicimos muchas fotos de los chozos y empezamos a mantener el ph comenzando con la cerveza a hora prudente, aunque lo que la Teniente quería eran sardinhas. Intentamos por todos los medios hacer el camino a Estoril, adonde íbamos a tomar el sol, porque el que nos estaba cayendo encima no era suficiente para nosotros, a pesar de lo que decía mi nuca, al lado de la playa, pero sólo conseguimos llegar a la autopista. Como la Lugareña quería hacerlo de todas formas, una vez en Estoril se dirigió al sitio contrario a donde yo decía (cuando todos sabemos que soy el único que tiene algo de sentido de la orientación, que sólo me falla en ciudades imposibles, como Santiago), y volvimos a volver a Cascais, salimos de Estoril, y regresamos otra vez para aparcar en el Casino de Estoril, una nave industrial que en los cincuenta decían haber tenido mucho glamour.

La playa estaba llena de niñatos paticortos con gafas de aviador porque ya habían terminado los exámenes y no cabía un alfiler. Tras dudar entre meternos en el primer sitio que encontramos o mear en el puesto de la Cruz Roja, optamos por lo primero para descubrir un chiringo chic donde sonaba reggae, y allí quedamos atrapados hasta después de comer.

La Teniente había decidido comer sano para perder la barriga, aunque en el fondo sabía que la única forma era dejar de beber cerveza, y pidió una ensalada, mientras los demás seguíamos saltándonos la dieta comiendo hamburguesas y patatas fritas. Las consecuencias llegaron previsiblemente ya que la ensalada no previene la alcoholemia, como ya apostillé yo en mi famosa frase:

  • Deberías haber comido algo que se pegara al lomo. Todo el mundo sabe que la cerveza absorbe el alcohol.

El calor hacía estragos, y se nos habían quitado las ganas de playa, sobre todo porque esa noche queríamos salir, y sabíamos que, como nos enredáramos, nos quedábamos tirados en la cama, por lo que salimos de Estoril camino de la ducha y del Bairro Alto.


2.

TENIENTE (saliendo del bar Chueca): ¡Esto es un bar muy gay!


Nuestra inmersión en la noche lisboeta fue tardía, pero productiva. La frase de la noche seguro que no fue la que he colocado, aunque tenía su punto. El problema es que con la tajada que nos pillamos, todas las miles de perlas que íbamos soltando se me iban olvidando, y no he podido poner otra, pero todos los camareros estaban muy divertidos con nuestras lindezas. Sobre todo el sevillano dueño de Le Mauvais Garçons, que, además de estar encantado de conocerse (y con razón, ocupa el segundo lugar en mi ranking, después de los dos de Gijón), era el único que nos entendía. Allí acabamos cenando después de ir buscando bares que no fueran de guiris, para tomarnos una ensalada césar.

En el camino hacia allí quedó otro bar de portugueses en el que la Teniente, que seguía creyendo que la entendían cuando hablaba en español, sufrió las consecuencias de preguntarle si atendían fuera (literalmente) a un camarero con toda la pinta de creer que el complemento ideal es un puño americano. Todos, incluidos los lugareños que se sentaban a nuestro lado, nos reímos mucho cuando la Teniente insistió en que el camarero se llevara la carta, sin importar que nosotros estuviéramos en la terraza y él dentro poniéndome mi Guinness. Concluí que la cerveza negra era lo que me había afectado para emborracharme tanto como me emborraché esa noche. El resto de cerveza, los mojitos y los cubatas no influyeron en absoluto.

Había decidido que, dado que no me entendía con los portugueses, y que, cada vez que descubrían que era español, independientemente de que me estuvieran poniendo el desayuno, salía un camello a intentar venderme costo, iba a comenzar a hablar en inglés. De hecho averigüé que diciendo “No, thank you” con mi perfecto inglés de Lebrija, dejaban de intentar que entráramos en restaurantes de fados, cosa que no sucedía cuando decíamos “No, gracias”.

  • A partir de ahora te vamos a llamar Reif... o, ¿cómo es tu nombre en inglés?- preguntó la Teniente.

  • Ralph, creo – dije yo.

  • Pues me gusta más Reif. - concluyó la Teniente, consiguiendo que ya tuviera seudónimo para este diario.

Le mauvais garçons es, como casi todo en Lisboa, o en cualquier otra capital que quiera parecer moderna, un pequeño sitio multiusos. Se puede tomar una copa, ver una exposición de fotografía, tomar un café o cenar una ensalada césar moderna con pan horneado en vez de picatostes, pollo a la plancha en lugar de empanado, y a la que le habían enseñado el parmesano, que por muy rica que esté, no es lo mismo. Claro que para conservarse como el guapísimo camarero sevillano al que tendríamos que llamar para preguntar por todas las barbaridades que soltamos por nuestros lindos hocicos, yo tendría que hacer lo mismo. Así me va. Lo único que le faltaba, como pudimos comprobar en otros garitos, era ropa que comprar mientras bebías como un cosaco. Y un DJ o algo que hubiera impedido que me aprendiera el último disco de Michael Buble.

El Bairro Alto de Lisboa es una especie de mezcla entre Chueca y Malasaña, pero con calles más estrechas y muchas más cuestas. Está todo lleno de garitos que quieren parecer originales, gente que quiere parecer moderna y de día gastan gafas de aviador, y guiris en busca de la modernidad, todos ellos de inclinaciones sexuales dudosas como poco. La diferencia es que aquí la gente solo entra en los bares a pedir y está todo el mundo en la calle, o eso me pareció. Claro que con el pedal que llevaba ya cuando salí de la cena, tampoco me pude enterar de mucho, y tan solo servía para pedir más y más copas y más mojitos, el mejor de todos, si es que nos quedaba paladar para discernir, el que nos pusieron en el susodicho bar Chueca, al que entramos aunque fuera sólo para hacer patria.

La Teniente y yo, para rememorar épocas cubanas, subimos a un garito brasileño que sospechábamos era un puticlub, y que no tenía nada que envidiar a la discoteca que visitamos nuestro último día en La Habana, e interaccionamos con distintos portugueses, porque el alcohol ensalza la amistad y el hermanamiento entre los pueblos.

Tras dar muchas vueltas buscando garitos porque la Teniente se había convertido en King África y quería “Bailarrr”, sin encontrar lugar donde poder hacerlo rodeados de multitud y viendo que a la siguiente copa íbamos a echar las asaduras por la boca, como dirían en mi pueblo, nos fuimos a subir a gatas los cuatro pisos de nuestra residencia.


domingo, 20 de julio de 2008

Capítulo 8 (II).Lisboa- Sintra- Cascais- Estoril – Lisboa.

2.

REIF: ¿Pasamos de las Cíes?

LUGAREÑA: Podemos ir en cualquier momento.

TENIENTE: Pues pasamos de las Cíes.


Tras unos cuantos días en Portugal y, sobre todo, tras ver el panorama en Lisboa y alrededores, nos dimos cuenta de dos cosas: las gafas de aviador están de moda; y siguen sin quedarle bien a todo el mundo. Menos aún a los unicejos, por más que se empeñen en colocárselas.

En Sintra también había, aunque los turistas eran mayoría. Antes de decidirnos a ver adonde íbamos de las muchas cosas a hacer en Sintra según la Biblia, fuimos a dar una vuelta por la ciudad, donde estaban las mismas calles empedradas de todos sitios y con las mismas cuestas que la Lugareña no tuvo en cuenta a la hora de elegir calzado, y a punto estuvo de quedar sin piños. Como no nos decidíamos y se nos hacía tarde, fuimos a tomarnos el vermú a una terraza donde la señora camarera esperó a que le pidiéramos para indicarnos que era prepagamento. Averiguamos después donde estaba la oficina de Turismo, pero tuvimos la mala idea de interrumpir la conversación que estaba manteniendo la señora informadora con una amiga suya, teniendo que esperar sólo quince minutos a que nos atendiera. Nos trató como a españoles, pero sólo la pusimos verde a sus espaldas, para que se diera cuenta de que efectivamente lo éramos.

Tras agenciarnos unos mapas y acertar por donde se subía al Palacio do Pena, emprendimos camino en coche, para equivocarnos y llegar a un precioso parque que estaba cerrado, pero por el que también había que pagar.

El Palacio do Pena es una creación casi de cuento de la Disney que por dentro es igual que todos los palacios, lleno de suntuosidad y muebles que sobran, y que por fuera es una auténtica obra de arte modernista, aunque fuera construido muchos años antes. Las vistas eran fascinantes y los guiris lo inundaban todo para quitarle la magia.

Volvimos perdiéndonos por los bosques, subiendo y bajando cuestas, para tomar algo justo en un chiringuito en la entrada, donde me volvían a hablar en inglés y optábamos por nuevas opciones, entre ellas el posponer nuestra marcha de Lisboa y dejar Cascais y Estoril para el día siguiente, pues, a pesar de que la Imbécil de Turismo nos dijo que podíamos hacerlo todo en un día, y nosotros vamos rapidito viendo las cosas, intuíamos que no íbamos a llegar ni de coña.

La siguiente parada era la Quinta de Regaleira, preciosa en fotos. No pudimos verla porque ese día cerraban antes, aunque la Imbécil de Turismo no nos había dicho nada cuando preguntamos. La Teniente quiso ponerle una reclamación de tres páginas, pero sólo cuando volviéramos porque, ya que estábamos, iríamos a Montserrate. Para lo cual, la Lugareña quería el plano:

  • Quién ha cogido el plano en inglés? Yo lo tenía en español- preguntó – Es que me he puesto a mirarlo y estaba pensando que antes no me costó tanto traducirlo.


3.

REIF: Me habeis engañado. Yo venía a ver palacios y no a andar por el campo [...] Tengo complejo de cabra montesa. [...] Como no adelgace con esto, juro que el plato básico de mi dieta va a pasar a ser el lomo en manteca de cerdo [...] ¡Soy una cabra montesa!


El Paris-Dakar debería realizarse un año en el camino entre la Quinta de Regaleira y el Palacio de Montserrate, aunque lo mismo habría muchos muertos. De todas formas, merece la pena. Es otra excentricidad de esas que hacen los poderosos a costa del pan de los pobres, esta vez en forma de palacio arabesco que está en reformas, aunque ahora permiten el paso, como bien nos explicó la agradable tiquetera, mucho más eficiente y encantadora que la Imbécil de Turismo. Y además por ello no se cobraba pagamento, que era solo para los jardines.

Porque además de excentricidades arquitectónicas, los reyes portugueses tenían la manía de hacer bosques como este o el del Palacio do Pena, llenos de árboles que no tendrían que estar allí, y que sólo valen para que los guiris estemos a punto de despeñarnos por caminos de tierra evidentemente mal indicados, son portugueses, no lo pueden remediar. En esos mismos jardines, que en realidad en este palacio conforman más bien una medio selva salvaje donde se escuchan hasta sapos, hay múltiples falsas ruinas, otro ejemplo de cómo malgastar el dinero del contribuyente.

La Lugareña se convirtió en la guardiana del arte, abroncando a un español que hacía fotos en el interior del palacio, y que nos había escuchado decir que todos los guiris se pasaban por el forro las prohibiciones de sacar fotos con flash:

  • Míralo, es que le da igual – dijo la Teniente.

  • Si es que es guiri, les da lo mismo – contesté yo, haciendo ambos gala de una pericia y una prudencia que, por supuesto, no desarrollaríamos nunca.

Encontramos una terraza en ese Palacio, donde la Teniente, que ya intuía barriga cervecera, decidió pedir un vino que, como era de esperar en una terraza con dos mesas, estaba pasado. Como a mi el haberme convertido en un tonel de tan preciada bebida no me importaba lo más mínimo, me dejé de tonterías y seguí disfrutando del preciado néctar de cebada.

Tras volver a tener otra nueva sesión de senderismo, eso que antes se llamaba caminar por el campo, regresamos a Lisboa a dejar el coche a tiempo en el aparcamiento, y a comprar comida para hacer cena en casa mientras Portugal jugaba con Alemania, y los alemanes se paseaban con camisetas de su selección por el centro de una ciudad en la que, intuíamos, no terminarían bien parados si ganaban.


sábado, 19 de julio de 2008

Capítulo 8. Lisboa- Estoril- Cascais- Sintra- Lisboa.

1.

TENIENTE: Hemos hecho otro cambio de planes.

LUGAREÑA: Sí, pero tú todavía no lo sabes.

REIF: Me niego.


Es importante estar en todos y cada uno de los momentos de los viajes, más que nada para que nadie conspire sin tú enterarte. El problema es que hay gente en este mundo que tiene un reloj biológico que hace que se despierten temprano cuando lo que habría que hacer es dormir como las personas. Y como de los miembros del viaje el único con un sueño normal soy yo, mis niñas se dedicaron a conspirar a mis espaldas para alterar el orden de los factores, cosa que, por más que las matemáticas digan lo contrario, siempre termina alterando el producto.

Pero las arpías no me lo dijeron hasta que estábamos a mitad de un desayuno donde empezábamos a conocer al personal. El Hombre Extraño había dejado por fin internet por un momento, para tomar un café y volver a conectarse con su propio portátil, antes de que hubiéramos terminado de tostar el pan. El Raro desayunaba solo, y un grupo de amigos a los que etiquetamos de Judíos Ortodoxos hacía su aparición en escena, con demasiada buena cara para haberse ido el día anterior de marcha. Mientras bajaba a fumar, el Vigilante de las Tostadas apareció en escena para hacer de las suyas con una que se estaba quemando y conseguir que la Teniente saliera huyendo camino de la habitación, a echarse crema para empezar el día que, finalmente, terminaría en la playa.


viernes, 18 de julio de 2008

Capítulo 7. Lisboa.

1.

LUGAREÑA: ¿Y si cogemos la 12?

REIF: ¿Y si te tiro a la vía del tranvía?


A la Teniente le encantan los desayunos incluidos porque no tiene que buscar sitio para desayunar y porque no te ponen aperitivos (quesos mínimos, patés de sardinha de bote y aceitunas peídas) que tú crees de gratis pero que luego tienes que pagar a base de bien, que es lo que pasa en todos los bares de Portugal y que el día anterior nos habían salido por dieciocho euros.

Si además la fauna que lo puebla es variada, mejor, y en la Residencia donde estábamos había mucha y de muy variado tipo. Portugueses paticortos, portuguesas bigotudas, alemanes que no sabemos por qué no estaban torrándose al sol y muchachada varia, no hacían sombra, sin embargo, al Vigilante de las Tostadas. Como hacía tiempo que no nos inventábamos películas sobre nadie y el señor nos lo puso tan fácil, le tocó a él. Al parecer, entender el tostador de nuestra cafetería era tan complejo que el buen hombre era el encargado de identificar a los dueños de las tostadas, avisarles de que las sacaran, y explicar la forma correcta de usar el cacharro. No sabemos si le harían descuento por ello o le regalarían calcetines de dibujos que ponerse con sus sandalias, pero el caso es que en el momento en que llegaba, no se oía a nadie más que a él. A la Teniente le daba miedo, aunque lo que más daba era grima, por lo que a partir del segundo día se negaba a ir al tostador si el Vigilante de las Tostadas estaba presente. Su amigo, el Raro, simplemente ignoraba a la humanidad.

En Lisboa, como en todas las ciudades turísticas, todos los guiris llevamos la misma guía y hacemos lo mismo. Yo me había agenciado un plano de la ciudad y pretendía ir por libre, pero la Lugareña quería hacer lo que decía la Biblia y coger el tranvía 28 para subir al Castelo, a pesar de que la 12 pasó tres veces delante de nuestras narices, llevaba al mismo sitio e iba casi vacía. Cuando llegó la 28 vimos salir guiris hasta de las alcantarillas y decidimos coger una 12 que se aproximaba, para bajarnos de ella en cuanto vimos tejados y una terraza donde tomar el primer vermú de la mañana.

Un sol abrasador hacía que aumentara mi moreno albañilero encima de un mar de tejados rojos, banderas de Portugal y ropas tendidas. Lisboa estaba en fiestas y un montón de adornos coloridos y chabacanos inundaban unas calles preparadas para que los turistas se alegraran la vista con lo típico.

El Castelo de San Jorge es igual que todos los Castelos, pero más grande y mejor conservado, tiene unas vistas impresionantes de todo Lisboa y está lleno de gente haciéndose fotos, los primeros nosotros.

A la hora del segundo vermú decidimos buscar sitios menos de guiris recorriendo calles pintorescas, de esas que preparan a conciencia para que salgan bien en las postales, y llegando a una preciosa cafetería con un camarero portugués y guapo aunque paticorto y que además estaba encantado de conocerse, por mucho que los guiris fueran todos muchísimo más guapos y yo me planteara nuevamente qué hacía sin haber ido de vacaciones a Alemania todavía.


2.

LUGAREÑA: Yo porque ya no fumo, pero si no fumaría.

REIF: ¿Y si me detienen?


Por primera y única vez hicimos lo que habíamos decidido hacer y tras ver el Castelo por la mañana, nos fuimos al barrio de Belem por la tarde, vía tranvía, a seguir torrándonos al sol mientras hacíamos fotos. El Monasterio de los Jerónimos nos impresionó tanto por fuera como por todas las zonas interiores donde no había que hacer pagamento, porque estábamos rácanos y hartos de tanto tiempo sin cervezas. Caminamos muchísimo a pleno sol, cruzamos pasos elevados sobre autopistas, y subimos y bajamos unas cuantas escaleras porque con las de la residencia no nos daban para desarrollar los gemelos, hasta llegar a la torre de Belem, cubierta por una especie de bollas espantosas de colores que, suponemos, tenían que ver con la celebración. Allí me enamoré perdidamente de un chaval de probable origen germánico que sólo tenía ojos para su novia, el muy asqueroso. Y cuando llegamos al Monumento a los Descubrimientos, buscamos una sombra como el comer, por más que estuviéramos a punto de salir volando y caer en las aguas fecales de Lisboa, que deben estar por allí porque solo huele a eso. Yo intenté hacer la foto que venía en la Biblia sólo para darme cuenta de que mi cámara no es profesional, pero me quedó bastante bien.

Y de vuelta al barrio, nos metimos en una tasca de portugueses para seguir tomando cervezas y comer algo para prevenir desmayos. Nos volvimos a dar cuenta al ir al baño que estábamos bebiendo demasiada poca agua y nos propusimos, a partir del día siguiente, hacer uso de las botellas que transportábamos en los bolsos para hacer más duro el entrenamiento.

En Lisboa está muy de moda esa costumbre de las ciudades europeas de ir ofreciendo distintas sustancias psicotrópicas por la calle, pero, si bien en Holanda, por ejemplo, eres tú el que tiene que hacer caso a la llamada del traficante en cuestión, en Lisboa ellos mismos son los que van a buscarte con el pedrusco de costo en la mano e incluso te persiguen como vulgares pedigüeños. A las mujeres son más comedidos y sólo les ofrecen eso, pero a los señores, que somos mucho más degenerados como todo el mundo sabe, pasan a la coca y al cristal directamente, y ya si no, y sobre todo si eres español, bajan a la maría. Si uno quiere que nadie se de cuenta de que va colocado, te venden gafas de sol también. E interpretan cualquier señal, aunque sean inexistentes, como una demanda clara, como me pasó días después mientras tomaba una cerveza en una terraza y me quedé mirando de lejos a dos traficantes que parecían estar buenos, e inmediatamente vinieron a ofrecer todo tipo de drogas ilegales. Además se debe suponer que tenemos que tener ojo para ver a cincuenta metros a qué se dedican, porque como no les compres te ponen cara de perro. En el camino a nuestra residencia, incluso, observamos redes de amigos que pedían céntimos para llamar por teléfono mientras otro te intentaba vender mierda. A mi me recordaban a las de cubanos con los paladares.

Intentamos conectarnos a internet en nuestra residencia, pero un hombre extraño estaba viendo un partido de fútbol y no nos dejó. Estábamos hogareños y queríamos cenar en casa para salir después, aunque yo sabía que no pasaríamos de la cena. Compramos porquerías en un veinticuatro horas, y nos cascamos no se cuantas cervezas y una botella de vino verde que lograron que hiciéramos confesiones que no reproduciré porque con la tajada no las recuerdo, pero que a algunos nos dejaban en bastante mal lugar. O bueno, según se mire. Además de lograr que por fin me saltara una ley antitabaco que ya me estaba tocando bastante las narices.


jueves, 17 de julio de 2008

Capítulo 6 (y III). Coimbra-Pombal-Leiria-Fatima-Batalha-Lisboa

3.

TENIENTE: ¿Ese quién es?

REIF: Pio XII.

TENIENTE: ¿Quién fue ese?

REIF: Uno que poco más o menos justificó el Holocausto.

TENIENTE: Menudo hijo de puta.


Fatima estaba lleno de españoles, pero tuvimos la precaución de decir estas bonitas palabras fuera del alcance de oídos ajenos, no fuera que el Opus se pusiera manos a la obra con nosotros.

Espectáculo bochornoso y chabacano, y donde hay que pagar hasta por respirar, la Iglesia de Fatima se erige al fondo de una explanada dos veces más grande que la de San Pedro del Vaticano, en una pendiente que padres bajan de rodillas, acompañados de sus hijas menores de edad.

- Y esa niña, yendo también de rodillas... Es para llamar para que intervengan los Servicios Sociales. - dijo la Teniente, a la que yo creía que íbamos a tener que quitar el móvil, aunque no terminara de llegar la sangre al río.

Lo típico se unía con el espectáculo dantesco y el frikismo, en unas vitrinas donde se exponían las velas en formas de partes del cuerpo que se podían quemar dependiendo de las dolencias, y tullidos múltiples pedían unas recuperaciones que yo dudaba que tuvieran después de respirar la humareda de las velas, sino que influirían más en el alivio de sus males vía cáncer galopante de pulmón.

Mientras hacíamos graciosos chascarrillos religiosos con la prudencia digna de quien no la tiene nunca, íbamos contemplando un paisaje megaloide y antiestético donde se mezclaban, sin ningún tipo de pudor, mármoles, hierros forjados, y cristales con aluminio, con un sentido de la estética harto dudoso hasta para el que no tiene ninguno.

Ya que estábamos allí, y dispuestas mis niñas a llevarles regalitos a las madres, motivo, aducían, último de la visita, buscamos las tiendas de recuerdos, para que la Teniente le comprara a su madre agua de Fatima (muy milagrosa) y la Lugareña una horrible bola navideña con la virgen de Fatima. Yo continuaba buscando una libreta con la Virgen de Fatima, pero como no la encontré, y había unos rosarios francamente espantosos, me decidí a comprar uno de ellos, de cristal auténtico, con vista a ser usado en distintos acontecimientos, algunos de ellos so pena de excomunión, que me reservaré de momento.

Huimos de Fatima camino de Batalha dándonos cuenta de que puede que fuera la ciudad más próspera de Portugal a la vista de las mansiones que adornaban a ambos lados la carretera, por más que la finalidad de la Iglesia sea absolutamente altruista.



4.

LUGAREÑA: ¿Vamos a buscar el sitio que dice la Biblia?

REIF: Aquí hay sandwiches y crepes.

LUGAREÑA: Pues aquí mismo.


Batalha es todo un descubrimiento. La ciudad se distribuye en su centro alrededor de una abadía construida a raíz de la victoria en no se qué batalla, de clara inspiración inglesa. Y es que ya sabemos que los portugueses han tenido mucha amistad con todo lo anglosajón, como bien demuestra su ley antitabaco.

Circundando a ese fantástico monasterio se hallan una serie de calles peatonales preciosas que, ni por asomo, le hacen sombra a la maravilla arquitectónica que preside la ciudad. Además todo era llano, que fue lo que más nos gustó.

  • ¿Y esos? - dije yo, que seguía buscando con tal de que la Teniente no perdiera la esperanza de poder ganarse la vida con un 906.

  • El coche es de aquí, pero seguro que es alquilado – respondió ella.

Porque en el fondo el que nos gustó fue un alemán cuarentón y canoso con mujer, hija y suegros, que estaba tomando algo en el mismo sitio en que nosotros habíamos decidido tomarnos el segundo vermú.

Tras darle toda la vuelta a la abadía y las calles circundantes con tal de encontrar algún sitio para comer algo, y a pesar de que la Teniente quería entrar en una casa de caldos, porque llevaba ya doce horas sin tomarse una sopa, nos sentamos en otra terraza donde servían todo tipo de porquerías con las que saciamos el hambre y éramos amenizados por un grupo de escolares y sus profesoras que habían ido allí a comprar helados.

  • Si es que hasta los niños son feos – concluyó la Lugareña, ya muy recuperada gracias a seguir mis consejos, por más que ella se empeñara en que había sido un milagro producto de nuestra visita a Fátima.



5.

LUGAREÑA: Hay dos tipos de fados, el de Coimbra, que es de Coimbra, y el de Lisboa, que es de Lisboa.

TENIENTE: Menos mal que la Lugareña se está poniendo al día, porque si no, no se qué hubiéramos hecho.


Una vez recuperada de su catarro, la Lugareña dejó su sitio en el asiento de atrás para coger las riendas del pilotaje, reclamando mi puesto como copopiloto ya que la Teniente llevaba ya días haciendo gala de un inexistente sentido de la orientación.

Pusimos rumbo a Lisboa vía autopista, para llegar al vermú de la tarde, y volvimos a consultar la Biblia y el mapa de carreteras para intentar llegar bien a la Avenida da Libertade, donde estaban los alojamientos que nos habían gustado. Y, para no perdernos, seguimos la ruta más larga, vía A5 y que tras treinta kilómetros que nos hubiéramos ahorrado continuando por donde íbamos, nos llevó justo adonde queríamos llegar. A mi me encantó la idea, pero mis acompañantes, que prefieren hacer los mismos kilómetros de más perdidas por los sitios, estuvieron al borde del colapso nervioso.

Tras visitar la primera opción, la Residencia Alegría, donde ya empezaba a comunicarme en inglés, y donde no tenían lo que queríamos para cinco días, conseguimos un estupendo apartamento en un cuarto piso sin ascensor en la Residencia Roma, donde pasar los cinco días que íbamos a estar en Lisboa con cierta comodidad y logrando unos gemelos que serían la envidia de cualquier futbolista. El coche lo dejamos en un aparcamiento apalabrado con el hotel, donde nos lo guardaba un simpático padre que guiñaba el ojo a la Lugareña y nos echaba la bronca para que no llegáramos después de las ocho, hora a la que cerraba el chiringuito.

El chaval de la recepción, mono, aunque retaco como todos, nos aconsejó varias cosas que hacer y varios sitios adonde ir, entre ellos un restaurante donde cantaban fados y adonde yo no tenía mayor intención de ir.

Una vez instalados, marchamos a conocer los hombres guapos de la capital, que no sabíamos donde se habían ido esa noche, pero no encontramos por ningún sitio. Subimos por la primera cuesta que vimos, para no perder entrenamiento, y fuimos conociendo una ciudad a la que todos teníamos muchas ganas de ir.

La Lugareña, como dije antes, recuperada por fin, había quitado el precinto del vuelo a su maleta esa mañana, con lo que, con el entusiasmo del inicio del viaje, estaba ya aprendiéndose la Biblia y vio una señal cuando encontramos el restaurante de fados que nos había recomendado el retaco de recepción, así que hubo que entrar. Vimos una señal para salir huyendo allí en cuanto nos sentamos y vimos los precios de la carta, pero como nos trajeron los aperitivos y nos puede la vergüenza, allí nos quedamos sentados, pagando un precio de absoluto imbécil por unos arroces que no merecían ni la mitad mientras unos divos fadistas venidos a menos nos cantaban en la oreja. Lina Santos demostró lo mala que es la histeria, y Natalinho pretendió que yo cantara con él para divertimento de los camareros. La tragedia, sin embargo, se mascó cuando salieron a bailar unos ancianos, uno de ellos con un problema neurológico claro, que hubieran estado muchísimo mejor en cualquier hogar del pensionista y, sobre todo, hubieran corrido mucho menor riesgo de partirse la cadera.

Después de haber hecho la estupidez y salir sin un duro del restaurante, como nos podía la vergüenza, nos marchamos a casa pasando al lado de cantantes de fados que cantaban en la calle y a los que la Teniente dejó propina, y mimos que fumaban lo que en todos los hoteles portugueses no te permiten. Yo sugerí al día siguiente comenzar a alimentarnos poniendo la boca al sol, aunque a la Teniente le pareció mejor idea robar comida del desayuno, y la Lugareña prefería callar no fuera a ser que la apaleáramos.

  • ¿El año pasado hicimos alguna vez el primo? - preguntó la Teniente.

  • No paramos – contesté yo.