La visita a Santiago se está convirtiendo, como quien no quiere la cosa, en un reportaje fotográfico. Si el blogger me deja, claro, porque ante la más mínima cosa que escribo, empieza a borrar fotos. Vamos a seguir intentándolo hasta que me harte.
Salimos de Trinidad a primera hora de la mañana, sin estar preparados para un viaje de doce horas vía frigorífico (entiéndase guaguas de Viazul), tras no despedirnos de unos cuantos guiris de nuestro grupo que iban ya de vuelta a La Habana (porque para qué ser sociable), y reencontrarnos con otros cuantos en el camino. Doce horas de trayecto, a tres grados bajo cero, pasando por la mitad de las ciudades del país que nos quedaban (la otra mitad las repasamos camino Trinidad, recuerdo), hasta llegar a la ciudad donde esperábamos estar a gusto y conocer Cuba (porque La Habana, por lo visto, pertenece a Méjico). Pero como a nosotros eso de llegar a la aventura no nos gusta, sacamos la Biblia para recordar que los jines de Santiago son los más agresivos de Cuba, y así tener otra justificación para evitar relacionarnos con nadie que no fuéramos nosotros mismos (ni que hiciera falta).
A la llegada estuvimos más listos que en Trinidad, y es que ya nos parecía que iba siendo hora de dejar de concursar, aunque fuera por poco tiempo. Contactámos con la casa donde nos quedábamos, que había mandado un taxista (el yerno de la dueña, aquí quien no saca tajada...), sólo salió una a buscarlo, y primero preguntó que quienes eran. Todo muy bien. Llegamos a la casa, que no era lo que esperábamos (lo de colonial iba por la antigüedad, porque por otra cosa), pero que tenía una terraza sublime donde podíamos hacer fiestas (no nos conocían, los pobres). Eso sí, al taxista no le pagamos nada, porque entendimos que se lo pagaba la dueña, pero no importó. Ya se lo cobró a la vuelta (y por partida doble). Y emprendimos nuestras andanzas por la cuna de la trova.
Calle Heredia (o así).
Pero como no estaba de Dios que nosotros saliéramos en Cuba, se murió ese mismo día la mujer de Raúl Castro (Vilma Espín), que era de Santiago y se enterraba allí, con lo que se decretó una semana de luto oficial en todos los sitios de música (salvo una discotequilla que ponía regaton, y la verdad, es que para estar como en Las Palmas...). Nosotros, de todas formas, no perdimos la esperanza, y nos hacíamos todas las noches el camino a la Casa de la Trova, la del estudiante, los abuelos... y todos los demás sitios a los que se suponía que teníamos que ir, porque ya hemos dicho que lo de confiar en lo que te dicen los extraños no es lo nuestro. Por mucho que haya una muerta de por medio.
La primera noche fuimos a cenar algo a un sitio que nos había recomendado Nieves (la dueña de la casa), que, para evitar mayores sorpresas, nos mandó a la plaza de Dolores, que es donde se concentra todo el jineterío de Santiago. A eso se le llama implosión y lo demás son tonterías. Pero como ya nosotros mismos estábamos implosionándonos cada vez que podíamos, lo resolvimos todo bastante bien. Empezaban a hablarnos de amor, pero nosotros habíamos ido a conocer la isla, así que se acabó pronto el carbón. También nos pedían que no nos agobiáramos los mismos que no nos dejaban tranquilos. Es lo que tiene la revolución, que es contradictoria en todos los sentidos. Afortunadamente, Santiago es un sitio más pequeño, y donde todo el mundo se mueve por los mismos lugares, con lo que pasamos rápidamente a ser los españoles bordes, y los últimos días no se nos acercaba casi nadie.
La plaza de Dolores, de día.
Cinco días en Santiago, menos marcha, porque estábamos de luto oficial, dieron para casi todo. La ciudad es una preciosidad, la gente es amable, y no dan demasiada calor, nos reencontramos con la mitad de los guiris de nuestro grupo, incluido el danés de nuestros sueños, e hicimos muchas visitas el día en que todos los museos estaban cerrados por el luto (que es como hay que hacer las cosas).
Nieves, la dueña de la casa, era un personaje. Encantadora y muy habladora, con esa forma de hablar extraña que tienen en Santiago, como un andaluz intentando hablar madrileño, pero con acento cubano, lo que da un tinte especial, se dedicaba a des-recomendarnos todo lo que queríamos hacer, a meternos miedo en el cuerpo (poco menos que nos iban a asaltar los ladrones nada más asomar la cabeza por la ventana) y a contarnos cosas de otros inquilinos, además de re-bautizarnos con los nombres que uso en este relato. Han tenido que ver de todo. Su pareja, Ravelo, era oncólogo, cirujano maxilo-facial y cosmetólogo integral (que es una profesión muy de moda en la isla), además de hacer magníficamente bien de comer, y pasearse en calzoncillos con el delantal todo el día. Nos explicó que había tenido que poner un cartel en la una pequeña piscina que había en la terracita: "no eyaculal, no orinal, no defecal", porque los alemanes cuando van de vacaciones son iguales en todas partes, y nos invitó a ir al carnaval y a ir de pesca "aunque yo lo único que pesco son unas borracheras...". Pero el auténtico descubrimiento fue Ladys, que es la chica que ayudaba a Nieves en la casa (la asistenta, vamos). Durante sus larguísimas conversaciones (de horas) nos explicó todo el funcionamiento del socialismo cubano, el fidelismo, las diferencias lingüísticas entre habaneros y santiagueros, las diferencias culturales, la toma y temporadas de las distintas frutas tropicales, los sitios a los que ir, las excursiones que hacer, los sitios donde no había ido, y a los que había ido también, cómo manejar a los jines, cómo evitar que los cubanos nos engañaran, las virtudes y defectos del pueblo cubano, las barbaridades que hacían los turistas (odiaba especialmente a los italianos), el concepto de jineterismo femenino como abuso sexual (que, ciertamente, tampoco iba demasiado desencaminado)... y muchas cosas más que no recuerdo, porque había un momento en que ya desconectabas. Es verdad que la casa no era maravillosa, pero el ambiente era absolutamente delicioso. Y la comida también.
Sudamos más que en todo el viaje (y eso que creíamos que ya no nos quedaba líquido en el cuerpo) y no paramos de comer, para variar. Despachábamos lugareños con una soltura que impresionaba, y, como íbamos a estar unos cuantos días, fijamos segunda residencia: la terraza del hotel Granda, en el parque Céspedes, donde no paramos de tomar mojitos. Las cervezas del mediodía nos las tomábamos en un chino en la plaza Dolores. Mucho andar bajo un sol abrasador (cerca de cuarenta grados llegamos a sufrir, con una humedad del 80%), aunque, como todos sabemos, el calor es psicológico, acababan por derrotarnos todos los días, pero nosotros seguíamos intentando salir a pesar del luto (y yo que creía que lo de llevar la contraria era cosa sólo mía).
La basílica del cobre
En Santiago, por fín, vimos cubanos guapos. Eso sí, todos jovencitos, parece que en cuanto se acercan a la barrera de los treinta se empiezan a estropear de mala manera. El marcador, en el que iban ganando los guiris de sobrado, se igualó cuando vimos a Worrick y a su hermano. Worrick por lo visto había atropellado a Mónica con la bici en Fuencarral la semana anterior. Para nada sirvió. Equivocó el objetivo, el pobre. El hermano, más listo, intentó ligar conmigo. El último día y tres horas antes de coger la guagua, empezó a hacerme señales con la lengua mientras nos tomábamos los últimos mojitos en la terraza del hotel. Podía haber estado más rápido, porque con la que hay que liar a esas horas de la tarde (seducciones que no hacen falta, copitas, ... no os vayais a creer que es echar el polvo directamente, eso sólo pasa a altas horas de la noche) no daba tiempo. Pero no les desmerecían muchos de sus paisanos. Yo no paré de ligar con mariquitas de pueblo (y sigo pensando que para tirarme a una mujer, me tiro a una mujer de verdad), y el resto con personajes varios (el cojo de la terraza del hotel no tenía desperdicio). Me enamoré perdidamente de un españolito de cuarenta y tantos años, gordote, y con novio, con el que no hubo nada que hacer (tampoco hubo posibilidad de negociación, de todas formas). Pero todo ello se desvaneció el día que fuimos a contratar una excursión y apareció por la agencia de viaje nuestro danés. Él hizo amago de saludarnos, y nosotros, que somos así, le volvimos la cara. A mi eso me pasa cuando me gusta alguien. A esta gente, ya no lo se. Nos lo volvimos a encontrar esa mismo noche, nosotros en la terraza del hotel y él dando vueltas más perdido que el barco del arroz, suponemos que en busca de sitios de música. Íbamos a llamarlo para explicarle lo del luto oficial (Conchita casi se tira la terraza abajo), pero él ya se había dado cuenta de que nos gustaba, así que se hacía el interesante y hacía como que no nos veía aunque no quitaba ojo, cosa que nos encantó a todos. Luego no volvimos a verlo... en Santiago.
Cuartel de Moncada. Aquí empezó la Revolución.
Aparte de ver el cuartel de Moncada, donde está el museo de la revolución, y enterarnos, por fin, de todas las fechas que hay en los carteles propagandísticos que hay desperdigados cada cien metros por todas las carreteras del país (la mayor campaña publicitaria de la historia), hicimos amago de entrar en muchos otros, pero nos daba por ir cuando estaban cerrados o almolzando. Dimos muchas vueltas, muchos pomitos vacíos (usan las botellas vacías para casi todo) y muchas propinas desmesuradas, por lo que las guerrilleras se pusieron a regatear con una pobre anciana que vendía empanadillas en pesos cubanos, mientras los cubanos nos ofrecían pesos para que pudiéramos comprarlas. Fue muy patético. Pero nuestras contradicciones son las que nos hacen encantadores (no se si la pobre anciana pensará lo mismo).
La bahía de Santiago,y el cayo Granma (izquierda)
Por fin contratamos un taxista-guía (Conchita no quería que lo llamáramos jinetero, porque nos caía bien), de nombre Huber (de Huberlexis), que nos hizo ver, al fin, lo bordes que habíamos sido y lo que nos estábamos perdiendo "Total, que yo soy un afortunado por poder estar con vosotros". Yo creo que dicha opción, que surgió de improviso, era lo que teníamos que haber hecho desde el principio. Ni se te acercan otros jines, te enseñan todo, te explican y además intentan ligar contigo, que es muy divertido. Si alguien va a ir a Santiago, tengo su dirección y teléfono. A mi me parece un tío de puta madre, que nos lo contó absolutamente todo acerca del jineterismo (le sacamos hasta el padrón), y además con un punto muy atractivo. Insistió en que saliéramos con él, y, aunque a mi la idea me parecía espléndida, había componentes del grupo que pensaban que no hay que meterse en ningún sitio de donde uno no pueda salir en cinco minutos si llegaba la policía, así que nada de nada. Él nos había cogido el punto, y lo entendió bien.
Huber enseñando a Conchita la Bahía de Santiago desde el Morro.
Con Huber fuimos al castillo del Morro, donde pudimos ver unas imágenes preciosas del cayo Granma y toda la bahía de Santiago, a la basílica del cobre, que parece Covadonga, y a la casa de las religiones populares, donde una sargento-espiritista-cartomántica-diabética no insulino dependiente habló mucho sobre la santería sin que nos enteráramos de nada. No nos atrevimos a preguntar, por si nos pegaba. También nos leyó las cartas, con distinto resultado. Y todos tenemos que bañarnos con colonia y distintas cosas y ponerles velas y floripondios a los orishas. Yo soy hijo de Yemaya, que es la orisha del mar, y tengo que tener cuidado en el agua y vestirme de azul, entre otras cosas.
La carretera ecológica.
Hicimos una excursión al Saltón, una especie de balneario en medio de Sierra Maestra, al que se llega por "la única carretera ecológica del mundo", es decir, un camino a medio asfaltar y con doscientos millones de curvas, de treinta y cinco kilómetros de largo (aparte ciento y pico hasta llegar a ella). Fuimos a comprarle café y cacao y figuritas a los campesinos que allí vivían, durante una simpática excursión por el campo a cuarenta grados y sin una sombra. A mi ese día me dió por suicidarme y me fui cayendo en todas partes. Hay una cascada, donde nos intentamos bañar (también ahí me resbalé, ya me lo dijo la santera) y comimos. El sitio nos encantó y decidimos volver algún día. Conchita sugería que con pareja, pero por el camino que llevamos...
La catarata de El Saltón.
Las guerrilleras, como no sabían que más hacer en Santiago, decidieron irse a Santa Clara a pasar el último día (doce horas de guagua), camino Varadero, para ver la tumba del Ché. Los pacíficos decidimos que no teníamos más ganas de nuevos destinos con maletón incluido, y nos quedamos en Santiago.
En Santa Clara, por lo que han contando, mucho andar, mucho guerrillear, un policía que hacía proposiciones deshonestas (cosa que a Mónica le pareció muy mal, porque las fuerzas del orden público de servicio no deben tener líbido), un hostal que era la casa de una paisana cuyo marido había luchado con Camilo Cienfuegos, y el hijo de ésta, de nombre Manuel, que era fisioterapeuta y le dio un masaje a Conchita de dos horas, que le quitó el dolol y anuló el efecto del arroz.
Y en Santiago, por lo demás, poco más. Mari quería ir a ver cementerios, pero no la dejé. Sólo fuimos, con una tajada considerable, a ver la casa de Diego Velázquez, un museo de arquitectura y del mueble de los siglos XVI al XIX que nos encantó. Una trans inglesa a la que todo el mundo no paraba de mirar (y de preguntar en alto que "¿Qué es?"), un guía de la catedral cojo y maricón con una red que intentaba timarnos euros, unos australianos que en otras condiciones podrían haber estado buenos, pero iban disfrazados de Cocodrilo Dundee, un guía del hotel que no paró de pasearse con el sombrero que los australianos le habían regalado, una "trabajadora" de la agencia de viajes que no hacía otra cosa que almolzal, una mariquita que se "enajenó" al verme (yo no había visto una cosa más tonta en años, Tonticia Sabater aparte, claro), y el hermano de Worrick pretendiendo ligar cuando ya no podía ser por problemas de tiempo, que no por falta de ganas, fue lo que dio de si, además de lo dicho, nuestra estancia en la ciudad.
Nos quedó por ver Baracoa, el sitio, según la Biblia, más acogedor de Cuba, y el único del que todos los cubanos hablan bien. Pero cinco horas de guagua, teniendo después que volver a Santiago y tirarnos otras dieciseis hacia Varadero, nos hicieron plantearnos que mejor para otra vez. La cosa es que dejamos tantas cosas que vamos a necesitar otras tres semanas. Yo a Santiago quiero volver, aunque sólo sea para ver la noche. Y quiero ir a Baracoa, y a Viñales...
A las ocho de la tarde nos volvieron a congelar para llevarnos a Varadero, encontrándonos con las guerrilleras en Santa Clara, durante dieciseis interminables horas. El viaje no merece la pena ser recordado, porque no hay necesidad de volver a pasarlo mal. Así que lo dejaremos así.
Bueno, para que luego no digan que sólo pongo fotos de las niñas, voy a poner la que me hice con Ladys (izquierda) y Nieves (derecha) justo antes de salir para la estación de guaguas. No es mi mejor foto (aunque creo que mi mejor foto no existe), porque, como todos sabeis, yo soy mucho más guapo al natural, pero es la única que tengo sin parecer una estatua de cera.
Ladys, Rafelito y Nieves.
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