Se acabó. El viaje llegó a su fin. Y por tanto, la edición de lo que iba a ser este blog también. La cosa es que lo he pensado, y, para evitar que vuestras vidas queden vacías sin poder disfrutar de mí, seguiré contando mis peripecias veraniegas (bajo el título provisional de De Boda en Boda), que tampoco tendrán mucho que envidiarle a las ya referidas (y es que aunque no pase nada, uno sabe sacarle punta a todo).
Llegamos a La Habana. Efectivamente, tal y como pongo en el título, fue como llegar a casa. Todavía no logro entender muy bien por qué, con el recuerdo de lo que habíamos pasado al principio, pero la sensación fue esa. Nos bajamos de la guagua, que nos había dejado cerca del hotel, y nos fuimos andando, como unos havaneros del Vedado más, hacia el hotel Vedado, nuestra primera y última residencia en la isla. Salvo porque nos dieron habitaciones bastante mejores que al principio (para eso sirve ser educado cuando otros no lo están siendo) y que el bufet había empeorado considerablemente, no hubo grandes cambios. Bebimos muchos mojitos, arropados por una lluvia que salió con nosotros de Varadero, y nos acompañó durante todo el primer día, y comimos mucho en una cafetería al lado del hotel, porque somos de costumbres. Conchita se pasó mala todo el día por sobreingesta de café, al autodiagnosticarse una lipotimia que no tenía, y los demás nos dedicamos a arreglar el billete de vuelta a Las Palmas de Mari, que lo había sacado antes de su vuelta de Cuba.
Tras cenar en un restaurante al lado del hotel, porque Mari tenía cargo de conciencia con un camarero en edad de jubilación que le llevó una ensalada mixta algo pobre la primera vez (pepino y tomate), decidimos bajar al malecón. Conchita se retiró pronto, porque el café le duraba todavía. Unos prácticamente bebes nos invitaron a un cucurucho de cortezas, aunque nadie les dio las gracias hasta que nos fuimos, y Mónica se dedicó a hacer amiguitos con un chaval de Baracoa que estaba siendo algo pelma. Luego tuvo cargo de conciencia ella también y decidió que habría que volver para ir a Baracoa a pedirle al chaval una ensalada mixta.
Al día siguiente, y dado que ya habíamos repartido media maleta por el camino y no nos gusta viajar sin sobrepeso, para poder quejarnos de lo que nos cobren, salimos a comprar regalos. Antes nos pasamos por el callejón de Hamel, una especie de sitio graffiteril, pero de artistas reconocidos. Nos gastamos lo que llevábamos encima en camisetas en la casa de las tradiciones (donde venden todo tipo de merchandising cubano, bastante más caro que en el mercadillo de al lado, pero nosotros seguíamos concursando), nos recorrimos media Habana Vieja buscando la CADECA (caja de cambio). Fuimos nuevamente conscientes de que la Biblia de Lonely Planet iba a ser el best seller del año, y de lo que une un libro en un país extranjero. La cosa es que otros bebes con Biblia en inglés, nos vieron la nuestra (que por fin usamos para hacer algo de lo que decía) y les ayudamos a interpretar el mapa. Como somos muy típicos, ya que estabamos al lado del Floridita, y Hemingway ha hecho más por Cuba que Rappel por los tangas de leopardo, decidimos emborracharnos a daikiris, comprar otro si-di y dar propinas, mientras nos congelábamos de frío, y miles de cubanos esperaban por la ventana nuestra salida para pedirnos shabones. La tapicería de las sillas del restaurante no tenía desperdicio.
La tapicería de las sillas del Floridita
El acoso cubano se transformó en esta ocasión en un leve rumor. Como ya dije, creo que fue, en nuestra primera visita, más el impacto que otra cosa. Porque en esta ocasión, íbamos despachando gente con muy buena educación y mucha soltura, negociando con ellos, y mostrándonos, por una vez, absolutamente encantadores (salvo cuando se cruzaban los cables con chavales de Baracoa).
Una vez borrachos, volvimos a seguir quemando la Visa al mercadillo de Artesanía, al lado de la casa de antes, para seguir comprando recuerdos. Cuando nos hubimos gastado casi todo lo que teníamos, regresamos al hotel con la excusa de dejar allí las cosas, aunque lo que queríamos era un mojito.
Mari y Mónica se fueron a ver anochecer desde el malecón, donde, dicen, estuvieron muy amables, aunque les gritaran mentirosas porque nadie se creía que fueran españolas. Conchita y yo decidimos descansar un poco, y largarnos después por el Vedado para descubrir sitios típicos donde poder pasar la noche. Tras cenar, fuimos a una zona del malecón donde Conchita recordaba que había movimiento, aunque el movimiento, como ya vimos desde el taxi, estaba al lado de nuestro hotel. Como era tarde, el movimiento se había movido, y nos trasladamos (por fin) a La Zorra y el Cuervo. Este garito, de entrada considerablemente cara, es un club de jazz latino donde hacen actuaciones en directo, que está al lado del hotel, y al que habíamos querido ir desde el principio, aunque nadie lo intentó. Vimos un concierto estupendo de un pianista del Buena Vista Social Club, y Conchita le compró un si-di que él firmó con mucho cariño.
Mari y Mónica se retiraron a dormir, porque ya habían tenido muchas emociones, y Conchita y yo, que decidimos hacer justo esa última noche lo que habíamos pensado hacer antes de llegar a la isla, es decir, estar con los cubanos, decidimos seguir. Nos metimos en una discoteca al lado del garito de antes donde un showman presentaba un entretenido concurso en el que una mejicana y una cubana cantaban y bailaban para ganar no sabemos qué, mientras nosotros nos tomabamos unos mojitos en unas indescriptibles mesas redondas con manteles de cuadros. A Conchita le pareció muy auténtico. A mi un cutrerío. Tras disfrutar de la actuación de los Backstreet Boys cubanos, de cuyo nombre no puedo acordarme, y, dado que, como ya he dicho, el movimiento (al menos el que a mi me interesaba) estaba en el malecón, nos fuimos para allá.
Como dos havaneros más, compramos cervezas en una gasolinera, y nos fuimos a tomárnoslas cerca de donde estaba la acumulación de tíos que habíamos visto previamente. Y allí empezamos a relacionarnos, por fin. A buenas horas. Un chaval, cantante reggaetonero, nos vendió roncitos. Como le caímos bien, se sentó con nosotros y nos cantó todo el disco que iba a grabar el domingo siguiente, y nos contó todo lo que nos pudo contar acerca de su estilo de vida. Un trío acompañados de la novia del cantante, nos vendieron canciones a un peso, nos imitaron a Fidel y nos contaron miles de cosas. Y en esto que Conchita se va a mear sin que yo me entere, y aparece un cubanito rubio, blanco, y con los ojos verdes, que ya había conocido en una excursión miccitoria, y que vuelve a cogerme de los brazos para volver a preguntarme que si estaba bien (que era lo que ya había hecho durante la excursión susodicha). Como me convenció de que Conchita, que no volvía, se habría ido con alguien, yo acepté la invitación de irme con él. Los detalles de todo lo que pasó con el cubanito los ahorraré aquí, tanto por la sensibilidad de los amigos puritanos, como porque yo, como todos sabeis, mi vida sexual prefiero contarla en directo. Eso sí, un consejo: si dos días antes de acudir a una fiesta de contenido puramente sexual (entiéndase, el orgullo europeo en Madrid), os liais con alguien, procurad que lo único que use de su boca sea la lengua, si no quereis terminar en la fiesta de marras con el calentón del siglo.
Independientemente del cubanito, la última noche en La Habana fue, con diferencia, lo mejor de todo el viaje. Y nos quedamos con ganas de no irnos, pero no podía ser. Recoger maletas, hacer visitas de última horas, dar regalos y esperar en el aeropuerto fue lo último que hicimos en Cuba. Luego un viaje durmiendo y una despedida rápida en Barajas. Y se acabó. Esa noche fui al orgullo, y terminé huyendo a Malasaña para no hacerme mala sangre. Fue todo muy divertido, de todas formas.
Poco más. Como ya he dicho, seguiremos informando de nuestra existencia, aunque, esta vez, de vez en cuando. Tengo muchas cosas que hacer para seguir con esto de diario, que lleva mucho tiempo. Y sigo pagando el gimnasio, aunque lleve tres meses sin ir. Muchos besos a los conocidos, y a los desconocidos también.
Os regalo unas instantáneas de los protagonistas del viaje. Quizá no salgamos especialmente bien, pero a mi me gustan.
Llegamos a La Habana. Efectivamente, tal y como pongo en el título, fue como llegar a casa. Todavía no logro entender muy bien por qué, con el recuerdo de lo que habíamos pasado al principio, pero la sensación fue esa. Nos bajamos de la guagua, que nos había dejado cerca del hotel, y nos fuimos andando, como unos havaneros del Vedado más, hacia el hotel Vedado, nuestra primera y última residencia en la isla. Salvo porque nos dieron habitaciones bastante mejores que al principio (para eso sirve ser educado cuando otros no lo están siendo) y que el bufet había empeorado considerablemente, no hubo grandes cambios. Bebimos muchos mojitos, arropados por una lluvia que salió con nosotros de Varadero, y nos acompañó durante todo el primer día, y comimos mucho en una cafetería al lado del hotel, porque somos de costumbres. Conchita se pasó mala todo el día por sobreingesta de café, al autodiagnosticarse una lipotimia que no tenía, y los demás nos dedicamos a arreglar el billete de vuelta a Las Palmas de Mari, que lo había sacado antes de su vuelta de Cuba.
Tras cenar en un restaurante al lado del hotel, porque Mari tenía cargo de conciencia con un camarero en edad de jubilación que le llevó una ensalada mixta algo pobre la primera vez (pepino y tomate), decidimos bajar al malecón. Conchita se retiró pronto, porque el café le duraba todavía. Unos prácticamente bebes nos invitaron a un cucurucho de cortezas, aunque nadie les dio las gracias hasta que nos fuimos, y Mónica se dedicó a hacer amiguitos con un chaval de Baracoa que estaba siendo algo pelma. Luego tuvo cargo de conciencia ella también y decidió que habría que volver para ir a Baracoa a pedirle al chaval una ensalada mixta.
El callejón de Hamel
Al día siguiente, y dado que ya habíamos repartido media maleta por el camino y no nos gusta viajar sin sobrepeso, para poder quejarnos de lo que nos cobren, salimos a comprar regalos. Antes nos pasamos por el callejón de Hamel, una especie de sitio graffiteril, pero de artistas reconocidos. Nos gastamos lo que llevábamos encima en camisetas en la casa de las tradiciones (donde venden todo tipo de merchandising cubano, bastante más caro que en el mercadillo de al lado, pero nosotros seguíamos concursando), nos recorrimos media Habana Vieja buscando la CADECA (caja de cambio). Fuimos nuevamente conscientes de que la Biblia de Lonely Planet iba a ser el best seller del año, y de lo que une un libro en un país extranjero. La cosa es que otros bebes con Biblia en inglés, nos vieron la nuestra (que por fin usamos para hacer algo de lo que decía) y les ayudamos a interpretar el mapa. Como somos muy típicos, ya que estabamos al lado del Floridita, y Hemingway ha hecho más por Cuba que Rappel por los tangas de leopardo, decidimos emborracharnos a daikiris, comprar otro si-di y dar propinas, mientras nos congelábamos de frío, y miles de cubanos esperaban por la ventana nuestra salida para pedirnos shabones. La tapicería de las sillas del restaurante no tenía desperdicio.
La tapicería de las sillas del Floridita
El acoso cubano se transformó en esta ocasión en un leve rumor. Como ya dije, creo que fue, en nuestra primera visita, más el impacto que otra cosa. Porque en esta ocasión, íbamos despachando gente con muy buena educación y mucha soltura, negociando con ellos, y mostrándonos, por una vez, absolutamente encantadores (salvo cuando se cruzaban los cables con chavales de Baracoa).
Una vez borrachos, volvimos a seguir quemando la Visa al mercadillo de Artesanía, al lado de la casa de antes, para seguir comprando recuerdos. Cuando nos hubimos gastado casi todo lo que teníamos, regresamos al hotel con la excusa de dejar allí las cosas, aunque lo que queríamos era un mojito.
Anochecer en el malecón
Mari y Mónica se fueron a ver anochecer desde el malecón, donde, dicen, estuvieron muy amables, aunque les gritaran mentirosas porque nadie se creía que fueran españolas. Conchita y yo decidimos descansar un poco, y largarnos después por el Vedado para descubrir sitios típicos donde poder pasar la noche. Tras cenar, fuimos a una zona del malecón donde Conchita recordaba que había movimiento, aunque el movimiento, como ya vimos desde el taxi, estaba al lado de nuestro hotel. Como era tarde, el movimiento se había movido, y nos trasladamos (por fin) a La Zorra y el Cuervo. Este garito, de entrada considerablemente cara, es un club de jazz latino donde hacen actuaciones en directo, que está al lado del hotel, y al que habíamos querido ir desde el principio, aunque nadie lo intentó. Vimos un concierto estupendo de un pianista del Buena Vista Social Club, y Conchita le compró un si-di que él firmó con mucho cariño.
La Habana de noche
Mari y Mónica se retiraron a dormir, porque ya habían tenido muchas emociones, y Conchita y yo, que decidimos hacer justo esa última noche lo que habíamos pensado hacer antes de llegar a la isla, es decir, estar con los cubanos, decidimos seguir. Nos metimos en una discoteca al lado del garito de antes donde un showman presentaba un entretenido concurso en el que una mejicana y una cubana cantaban y bailaban para ganar no sabemos qué, mientras nosotros nos tomabamos unos mojitos en unas indescriptibles mesas redondas con manteles de cuadros. A Conchita le pareció muy auténtico. A mi un cutrerío. Tras disfrutar de la actuación de los Backstreet Boys cubanos, de cuyo nombre no puedo acordarme, y, dado que, como ya he dicho, el movimiento (al menos el que a mi me interesaba) estaba en el malecón, nos fuimos para allá.
Como dos havaneros más, compramos cervezas en una gasolinera, y nos fuimos a tomárnoslas cerca de donde estaba la acumulación de tíos que habíamos visto previamente. Y allí empezamos a relacionarnos, por fin. A buenas horas. Un chaval, cantante reggaetonero, nos vendió roncitos. Como le caímos bien, se sentó con nosotros y nos cantó todo el disco que iba a grabar el domingo siguiente, y nos contó todo lo que nos pudo contar acerca de su estilo de vida. Un trío acompañados de la novia del cantante, nos vendieron canciones a un peso, nos imitaron a Fidel y nos contaron miles de cosas. Y en esto que Conchita se va a mear sin que yo me entere, y aparece un cubanito rubio, blanco, y con los ojos verdes, que ya había conocido en una excursión miccitoria, y que vuelve a cogerme de los brazos para volver a preguntarme que si estaba bien (que era lo que ya había hecho durante la excursión susodicha). Como me convenció de que Conchita, que no volvía, se habría ido con alguien, yo acepté la invitación de irme con él. Los detalles de todo lo que pasó con el cubanito los ahorraré aquí, tanto por la sensibilidad de los amigos puritanos, como porque yo, como todos sabeis, mi vida sexual prefiero contarla en directo. Eso sí, un consejo: si dos días antes de acudir a una fiesta de contenido puramente sexual (entiéndase, el orgullo europeo en Madrid), os liais con alguien, procurad que lo único que use de su boca sea la lengua, si no quereis terminar en la fiesta de marras con el calentón del siglo.
Independientemente del cubanito, la última noche en La Habana fue, con diferencia, lo mejor de todo el viaje. Y nos quedamos con ganas de no irnos, pero no podía ser. Recoger maletas, hacer visitas de última horas, dar regalos y esperar en el aeropuerto fue lo último que hicimos en Cuba. Luego un viaje durmiendo y una despedida rápida en Barajas. Y se acabó. Esa noche fui al orgullo, y terminé huyendo a Malasaña para no hacerme mala sangre. Fue todo muy divertido, de todas formas.
Poco más. Como ya he dicho, seguiremos informando de nuestra existencia, aunque, esta vez, de vez en cuando. Tengo muchas cosas que hacer para seguir con esto de diario, que lleva mucho tiempo. Y sigo pagando el gimnasio, aunque lleve tres meses sin ir. Muchos besos a los conocidos, y a los desconocidos también.
Os regalo unas instantáneas de los protagonistas del viaje. Quizá no salgamos especialmente bien, pero a mi me gustan.
Habana. Músico frente al Morro
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