Lema del día: No confíes en los extraños, y menos aún en los conocidos.
Fijaros en el cartel: "Se venden gallinas a todas horas, así como medias y cuartos."
Dejamos La Habana un viernes por la mañana (habíamos llegado el lunes), sin muchas ganas de volver, y eso que teníamos reservado dos días de hotel previo a la vuelta. También habíamos reservado desde allí hotel en Varadero, pero eso dará para otro día. Como nuestra intención era conocer toda la isla, nos encaminamos a una ciudad de la que todo el mundo había hablado muy bien: Trinidad.
Al llegar a la estación de guaguas, y, tras ser asaltados por unos taxistas que nos ofrecían llevarnos allí por el mismo precio de la guagua, nos encontramos con los que serían nuestros compañeros durante el resto del viaje. Resulta que en Cuba todos los guiris hacemos el mismo camino, más o menos, y salimos todos el mismo día de La Habana, donde ya nos desperdigamos cada uno para un lado. En la estación estaban, aunque nosotros todavía no lo sabíamos, casi todos los extranjeros que nos íbamos a ir encontrando a lo largo del viaje. Italianos, suecos, españoles... que irían acompañándonos de una estación a otra. Y allí fue cuando, por primera vez, vimos al que se convertiría en objeto permanente de nuestro deseo (todo hay que decir que de algunos más que de otros): el danés. El tema danés (al que primero etiquetamos como noruego) va a dar para mucho, así que no me extenderé aquí. Tiempo habrá. La cosa es que entra un señor como de cuarenta años con pantalones de camuflaje, rubio como la cerveza y pinta bruto, que realiza una exhibición física digna de cualquier modelo histérica, y nos deja a todos boquiabiertos y con ganas de que nos la cerrara de alguna manera. Desafortunadamente, durante esta parte del viaje, todo quedó ahí (durante el resto también, pero hubo más enjundia, ya lo contaremos), porque además se bajó antes que nosotros, en Cienfuegos.
Seis horas de recorrido en guagua, que se convirtieron, gracias a otro diluvio universal, en nueve, ateridos de frío (que es lo que diferencia las guaguas de turistas de las de cubanos, en las que se asan de calor), pasando por la mitad de las ciudades del centro del país (Cienfuegos, Sancti Spiritus, ...) y fichando al danés, a un italiano, a unos americanitos... que era lo único que nos podía entretener, hasta que llegamos al destino.
Nos habían advertido del acoso del que íbamos a ser objeto a nuestra llegada a Trinidad. Como en casi todos sitios, hay millones de gentes esperando en la puerta de la estación de guaguas pendientes de que lleguen los turistas para ofrecerles alojamiento. El problema es que, como no esteis listos y tengais algo apalabrado, os dicen que son los que no son para llevaros a sus casas, y dejais al otro colgado. Nosotros teníamos casa en Trinidad, pero no habíamos quedado en nada, aunque no lo sabíamos. Así que, dispuestos a seguir ganando puntos, salimos al ruedo, en pleno diluvio y sin paraguas (salvo Mari, que no se quería mojar el pelo), sin saber adonde íbamos y sin saber a quién buscamos. Cuando ya nos empapamos, decidimos hacer las cosas bien, volver a la estación de guaguas y llamar por teléfono a la casa donde nos quedábamos. Y, tras coger un taxi, llegamos a casa de Ania, una preciosa casa colonial, con tres patios, y unas mecedoras que inmediatamente hicimos nuestras.
En Trinidad estuvimos tres días y dio para mucho. Tanto que me estoy pensando hacer varias partes, o bien resumirlo todo, que creo que es lo que haré.
La noche que llegamos salimos a cenar y a dar una vuelta, cuando el diluvio paró. Como teníamos hambre, nos dedicamos a rechazar todas las ofertas para ir a paladares, y meternos directamente en la Casa de la Trova a beber mojitos. Allí vimos unos cuantos jines en acción y nos encontramos a la mitad de los guiris que venían con nosotros en la guagua. La otra mitad eran de otro grupo por lo visto. Cubanos que no sabían bailar, otros que daban codazos para pedir, un noruego y su novia, unos mulatos y/o negros intentando sacar a bailar a las Ladys, y un portero que nos invitó a su casa, aparte de buena música, intentos de ventas de si-dis y propinas porque no los comprábamos (que es lo que hay que hacer con todos los músicos en Cuba) fue lo más relevante. Como estábamos animados, acabamos yendo donde iba todo el mundo, un puticlub que llamaban piano-bar, donde lo más destacable, aparte de los intentos de timo de algún que otro cubanito, fue que una guiri pretendió ligar conmigo. Obviamente me confundió con un cubano, cosa entendible viendo mi tez morena (iba a decir que el físico también, pero la verdad es que, en estos momentos, íbamos guiris 10, cubanos 3). Tras alguna borrachera y la sensación de que íbamos a tener que preguntar cuanto por todo, nos marchamos a casa, porque además al día siguiente nos íbamos a la playa.
Cuando amaneció, empezamos a preparar los bártulos, pero no hubo forma. La madre naturaleza, entre otros, habían decidido jodernos el viaje, y empezó a caer otro diluvio universal que anuló nuestras espectativas playeras. Así que hicimos lo que se suponía que teníamos que hacer. Dar vueltas por la ciudad, absolutamente preciosa, hacernos fotos y esquivar lugareños, cosa que ya se nos daba bastante mejor, y que nos agobió menos que en La Habana. Alguna que otra compra, una comida, por fin, en un paladar, estupenda, y muchos mojitos (que yo creo que era a lo que habíamos ido allí, aunque nadie lo confiese) en la casa de la música, aparte de propinas y más propinas, y rechazar múltiples ofertas (incluso de habitaciones con hombre incluido) fue básicamente lo que hicimos durante ese segundo día. Conchita y Mónica fueron a buscar a un santero que estaba de vacaciones, y cenamos como gochos nuevamente en casa de Ania (probablemente la mejor cena del viaje), para quedar muertos y no salir, porque entre la perspectiva del piano-bar y que nos íbamos a hartar en Santiago... para qué.
Durante este trayecto descubrimos otra de las aficiones de los cubanos, que es la de poner nacionalidades y no quitarlas. Mari y yo éramos escandinavos y, por tanto, por más que habláramos en perfecto castellano, no había forma de que nos dejaran de hablar en inglés. Al menos ellos tenían mejor vista que la guiri de la noche anterior. Conchita y Mónica pasaban por todas las nacionalidades europeas y latinoamericanas posibles, y, sólo cuando nos juntábamos, nos preguntaban si éramos franceses.
Al llegar a la estación de guaguas, y, tras ser asaltados por unos taxistas que nos ofrecían llevarnos allí por el mismo precio de la guagua, nos encontramos con los que serían nuestros compañeros durante el resto del viaje. Resulta que en Cuba todos los guiris hacemos el mismo camino, más o menos, y salimos todos el mismo día de La Habana, donde ya nos desperdigamos cada uno para un lado. En la estación estaban, aunque nosotros todavía no lo sabíamos, casi todos los extranjeros que nos íbamos a ir encontrando a lo largo del viaje. Italianos, suecos, españoles... que irían acompañándonos de una estación a otra. Y allí fue cuando, por primera vez, vimos al que se convertiría en objeto permanente de nuestro deseo (todo hay que decir que de algunos más que de otros): el danés. El tema danés (al que primero etiquetamos como noruego) va a dar para mucho, así que no me extenderé aquí. Tiempo habrá. La cosa es que entra un señor como de cuarenta años con pantalones de camuflaje, rubio como la cerveza y pinta bruto, que realiza una exhibición física digna de cualquier modelo histérica, y nos deja a todos boquiabiertos y con ganas de que nos la cerrara de alguna manera. Desafortunadamente, durante esta parte del viaje, todo quedó ahí (durante el resto también, pero hubo más enjundia, ya lo contaremos), porque además se bajó antes que nosotros, en Cienfuegos.
Seis horas de recorrido en guagua, que se convirtieron, gracias a otro diluvio universal, en nueve, ateridos de frío (que es lo que diferencia las guaguas de turistas de las de cubanos, en las que se asan de calor), pasando por la mitad de las ciudades del centro del país (Cienfuegos, Sancti Spiritus, ...) y fichando al danés, a un italiano, a unos americanitos... que era lo único que nos podía entretener, hasta que llegamos al destino.
Nos habían advertido del acoso del que íbamos a ser objeto a nuestra llegada a Trinidad. Como en casi todos sitios, hay millones de gentes esperando en la puerta de la estación de guaguas pendientes de que lleguen los turistas para ofrecerles alojamiento. El problema es que, como no esteis listos y tengais algo apalabrado, os dicen que son los que no son para llevaros a sus casas, y dejais al otro colgado. Nosotros teníamos casa en Trinidad, pero no habíamos quedado en nada, aunque no lo sabíamos. Así que, dispuestos a seguir ganando puntos, salimos al ruedo, en pleno diluvio y sin paraguas (salvo Mari, que no se quería mojar el pelo), sin saber adonde íbamos y sin saber a quién buscamos. Cuando ya nos empapamos, decidimos hacer las cosas bien, volver a la estación de guaguas y llamar por teléfono a la casa donde nos quedábamos. Y, tras coger un taxi, llegamos a casa de Ania, una preciosa casa colonial, con tres patios, y unas mecedoras que inmediatamente hicimos nuestras.
En Trinidad estuvimos tres días y dio para mucho. Tanto que me estoy pensando hacer varias partes, o bien resumirlo todo, que creo que es lo que haré.
La noche que llegamos salimos a cenar y a dar una vuelta, cuando el diluvio paró. Como teníamos hambre, nos dedicamos a rechazar todas las ofertas para ir a paladares, y meternos directamente en la Casa de la Trova a beber mojitos. Allí vimos unos cuantos jines en acción y nos encontramos a la mitad de los guiris que venían con nosotros en la guagua. La otra mitad eran de otro grupo por lo visto. Cubanos que no sabían bailar, otros que daban codazos para pedir, un noruego y su novia, unos mulatos y/o negros intentando sacar a bailar a las Ladys, y un portero que nos invitó a su casa, aparte de buena música, intentos de ventas de si-dis y propinas porque no los comprábamos (que es lo que hay que hacer con todos los músicos en Cuba) fue lo más relevante. Como estábamos animados, acabamos yendo donde iba todo el mundo, un puticlub que llamaban piano-bar, donde lo más destacable, aparte de los intentos de timo de algún que otro cubanito, fue que una guiri pretendió ligar conmigo. Obviamente me confundió con un cubano, cosa entendible viendo mi tez morena (iba a decir que el físico también, pero la verdad es que, en estos momentos, íbamos guiris 10, cubanos 3). Tras alguna borrachera y la sensación de que íbamos a tener que preguntar cuanto por todo, nos marchamos a casa, porque además al día siguiente nos íbamos a la playa.
Cuando amaneció, empezamos a preparar los bártulos, pero no hubo forma. La madre naturaleza, entre otros, habían decidido jodernos el viaje, y empezó a caer otro diluvio universal que anuló nuestras espectativas playeras. Así que hicimos lo que se suponía que teníamos que hacer. Dar vueltas por la ciudad, absolutamente preciosa, hacernos fotos y esquivar lugareños, cosa que ya se nos daba bastante mejor, y que nos agobió menos que en La Habana. Alguna que otra compra, una comida, por fin, en un paladar, estupenda, y muchos mojitos (que yo creo que era a lo que habíamos ido allí, aunque nadie lo confiese) en la casa de la música, aparte de propinas y más propinas, y rechazar múltiples ofertas (incluso de habitaciones con hombre incluido) fue básicamente lo que hicimos durante ese segundo día. Conchita y Mónica fueron a buscar a un santero que estaba de vacaciones, y cenamos como gochos nuevamente en casa de Ania (probablemente la mejor cena del viaje), para quedar muertos y no salir, porque entre la perspectiva del piano-bar y que nos íbamos a hartar en Santiago... para qué.
Durante este trayecto descubrimos otra de las aficiones de los cubanos, que es la de poner nacionalidades y no quitarlas. Mari y yo éramos escandinavos y, por tanto, por más que habláramos en perfecto castellano, no había forma de que nos dejaran de hablar en inglés. Al menos ellos tenían mejor vista que la guiri de la noche anterior. Conchita y Mónica pasaban por todas las nacionalidades europeas y latinoamericanas posibles, y, sólo cuando nos juntábamos, nos preguntaban si éramos franceses.
Escalinata de la casa de la música de Trinidad.
Al día siguiente, por fín, el tiempo se levantó lo suficientemente bueno como para que nos fuéramos a la playa. Muy previsores, nadie había llevado toallas ni nada, así que Ania nos dejó unas que su marido médico había comprado durante una misión en Guatemala. Dichas misiones son una especie de "voluntariado" (con la única diferencia de que no es voluntario, generalmente), donde destinan a los médicos cubanos a cambio de un mayor sueldo y bienes para el régimen (médicos a cambio de petróleo en Venezuela, por ejemplo). Nota cultural aparte, nos fuimos a la playa en cocotaxi (no tengo foto, pero es una moto con dos plazas atrás, con forma de coco, efectivamente, y generalmente pintado de amarillo), a disfrutar del caribe.
El primer grupo estábamos ya torrados cuando llegó el segundo que, para compensar, se habían encontrado de nuevo con el danés, sudando la gota gorda, y que no las había visto. Conchita ya empezaba a enamorarse de él y a mi se me comía la envidia, por mucho que tuviera claro que no tenía nada que hacer. Mónica todavía no se había enterado de que existía y Mari se mantenía en su sitio.
El primer grupo estábamos ya torrados cuando llegó el segundo que, para compensar, se habían encontrado de nuevo con el danés, sudando la gota gorda, y que no las había visto. Conchita ya empezaba a enamorarse de él y a mi se me comía la envidia, por mucho que tuviera claro que no tenía nada que hacer. Mónica todavía no se había enterado de que existía y Mari se mantenía en su sitio.
Playa en la Península de Ancón.
La playa se encontraba en la península de Ancón, veinticinco kilómetros de arena fina y aguas cristalinas tras salir de Trinidad. A mi me gustó más que Varadero. Todo iba bien, escuchábamos reggae en el caribe gracias a unos paisanos cuya nacionalidad desconocemos, y no teníamos porros pero hacíamos como si los tuviéramos. Pero a partir de media tarde aquello empezó a llenarse de gente y se convirtió en una especie de sitio de cruising forzado, de forma bastante desagradable. Quiero decir, que te rodeen dos mil personas mirando como si te fueran a violar no es precisamente erótico, y menos siendo los que eran. Un gordo asqueroso que hacía gestos grimosos con la lengua a Mari, unas japonesas agobiadas por tres paisanos, uno de ellos con un miembro, al parecer (a mi me lo tapaba un árbol sobre el que el paisano se apoyaba de espaldas) de extraordinarias dimensiones, que meneaba graciosamente en honor de estas, y unos cuantos más que iban y venían, rompieron el ambiente apacible, más por la insistencia que por otra cosa (y es que parece que el no por respuesta lo entienden medio regular en este país). Sin embargo, el pifostio se lió cuando llegaron Conchita y Mónica (a partir de ahora las guerrilleras) a las que tanta agresión no les parecía, y emprendieron la lucha en aras de la moral y las buenas costumbres, con fuerzas del orden de por medio, mientras nos dejaban a los dos pacíficos sólos. Salimos sin mayores problemas, aunque temiendo por nuestros cuellos, de aquella playa, encontrándonos al cubano más guapo del viaje, con su novia guiri, con el que nos fuimos en un taxi de cuatro (siete con el conductor, lo que se llama un compacto). Tras cenar, y, dadas las emociones, yo me quedé a dormir, mientras las niñas salían. Mucha música, algún mojito y una pared donde se apoyaban todas las mariquitas de la ciudad (que por lo visto aquí es muy típico) fueron lo que dieron de si una noche corta, más que nada porque a las siete de la mañana emprendíamos viaje a Santiago.
La famosa foto del cocotero.
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