miércoles, 4 de julio de 2007

Estación de penitencia: La Habana.

Lema del día: Lo bueno, si breve, generalmente deja insatisfecho.











Capitolio de La Habana




Llegamos a La Habana. A partir de ahora, y por intentar que esto no sea la vuelta al mundo en ochenta días, resumiré, y ordenaré por ciudades o así. Lo cierto es que guardo escasos recuerdos de esta parada. Básicamente llegué a agobiarme tanto por el avasallamiento (no lo puedo calificar de otra manera) sufrido, que prácticamente todo lo borré de mi memoria. Llegué incluso a plantearme muy seriamente volverme a España el tercer día, y, si no fuera por los ocho mil kilómetros y el tener que dar explicaciones, me habría vuelto sin dudarlo al día siguiente. Afortunadamente, la cosa fue mejorando, pero no adelantemos acontecimientos.

Salimos por la mañana, después de casi no haber dormido, en busca de unos amigos de Conchita. Tras verlos (y ya ser atacados por millones de gentes pidiendo propinas, stylos, pens, y shabones), decidimos meternos en la boca del lobo e ir a La Habana Vieja, para hacernos la foto en La bodeguita del medio. Sin protección, nos dirigimos camino de la plaza de la catedral, por una calle en la que volvieron a pedirnos, a tirarnos besitos, a llamarme papito, a sisearnos (modo fundamental de llamada al guiri, y que a mi consigue ponerme de los nervios de toda la vida) y a cogernos del brazo. Todo ello a la vez y sin que supieras de donde te iba a venir la hostia. En cincuenta metros contabilice para mí, cinco posibles (y más que probables) proposiciones deshonestas, todo ello mientras la gente te tiraba del brazo para que fueras a comel a su paladal, o te hicieras fotos con ellos a cambio de one peso, o simplemente te pidiera cosas. Yo demostré una paciencia y un aguante que no sabía que tenía. Ni vimos la catedral en principio. Salimos corriendo, huyendo de todo lo que se nos acercara, en busca de cobijo en
un bar. Encontramos la dichosa bodega de las narices, donde nos tomamos un mojito que no nos dio más a ninguno, y, ante el temor a morir abrasados en la calle (tanto por la temperatura ambiental, absolutamente insoportable, como por el calor de la gente) decidimos comer allí, y tampoco nos dio más. Eso sí, nos hicimos muchas fotos y Mónica escribió algo en un hueco que había.












Plaza de la Catedral



Una vez restablecidos, y por el efecto turbador de la temperatura y del alcohol, nos hicimos los fuertes y salimos a la calle dispuestos a sacar dinero (otra de las cosas que no hemos parado de hacer, ir ahorrando) y dar vueltitas por la Habana Vieja. Algo más sueltos fuimos, esquivando los múltiples ataques de los lugareños con cierta soltura, y, cada vez, mayor agobio. La sensación de que no ibas a poder hacer nada sin que todo el mundo fuera detrás tuya era cada vez mayor, y la angustia, al menos en mi caso, creciendo. Nos dedicamos a dar vueltas por una ciudad medio en ruinas, aunque, según nos dijeron, bastante más reformada que hace años. Edificios preciosos a punto de venirse abajo donde vivía gente que te siseaba, y muchas vueltas para encontrar los distintos sitios que decía la biblia (llámese la guía de viaje a la que, después, pocas veces hicimos caso), nos llevaron a una plaza cuyo nombre no recuerdo, donde, viendo que había poca gente y mucha policía, decidimos hacer una parada. Allí una señora nos pretendió vender unas muñecas horrorosas que hacía su abuela de 83 años medio ciega y por la noche. Nosotros seguimos practicando la negativa, mientras la señora, creemos, nos echaba una maldición, porque además no le dimos propina. La cuestión es que dichas muñecas las vais a poder encontrar bastante más baratas que por lo que quería encasquetárnoslas la paisana en cualquier tienducha de recuerdos.

Por lo demás, poco que contar. Nos bañamos en la piscina del hotel y fuimos a cenar algo, porque estábamos reventados después de tanto ejercicio de huida, y nos acostamos con la esperanza de que el día siguiente fuera algo mejor. No hubo suerte












Universidad



El resto de los días en La Habana (en total tres, con una excursión en medio a Pinar del Río) fueron similares. Vimos muchos sitios (la Universidad, la Plaza de la Revolución, el Castillo del Morro, el Vedado, el Habana Libre, fuimos a dar vueltas por el malecón...), todo ello intentando esquivar cubanos y procurando que no nos timaran los taxistas, aunque no tenemos claro que eso no pasara. La cosa era ir por la calle como si no escucharas ni vieras a nadie. En algún momento intenté la técnica de ser educado, y lo único que conseguí es que no me dejaran en paz. Descubrimos la existencia de redes organizadas de amiguitos para la captación de turistas, a las que cuesta bastante quitarse de en medio, y también que hay gente que entiende que el resto te están molestando y te da indicaciones sobre lo que hacer para evitar que eso pase. En el camino a la Plaza de la Revolución, mientras éramos atacados por la Red, un anciano al que le preguntamos, nos indicó que fuéramos por la Universidad, "por ahí van a ir bastante más tranquilos, y no los va a molestar nadie". Efectivamente, fue uno de los pocos momentos en los primeros días, en los que pudimos disfrutar de lo que veíamos.





El Ché desde el memorial José Martí.
Plaza de la Revolución.










En realidad, aunque eso lo descubrimos a la vuelta, todo se trató del impacto inicial. Una vez vuelves, quince días después, te parece de las ciudades más fáciles de manejar de las que hemos pasado. Pero para eso tuvieron que pasar muchas cosas que consiguieron que nos relajáramos y cambiáramos de actitud. De todas formas, yo estuve a punto de volverme, y no es broma. Ahora me alegro de no hacerlo.

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