A pesar de las formas, en apariencia muchas veces, alocadas, siempre me destaqué por la sensatez a la hora de moverme y de tomar decisiones. Casi todos lo sabeis, y, a juicio de muchos, uno de mis puntos fuertes siempre fue el sentido común. Pues resulta que, a medida que me acerco a los treinta, y a poco más de un mes vista para que llegue la fatídica fecha, me acabo de dar cuenta de que ese sentido, que siempre guió mis pasos, cada vez tiene menos presencia en mi vida y en mis decisiones.
No se si es malo, pero bueno del todo tampoco, el que cada vez tenga menos sentido de los límites y la mesura. Como ya he dicho, creo que tiene que ver con la crisis de los treinta, crisis en la que estoy inmerso desde antes de cumplir los veintinueve, pero el caso es que, tras años de barbecho en lo emocional, cada vez me desbordo más y mis comportamientos se vuelven más infantiloides. Tiene que ver, como en toda crisis etaria, con ese sentimiento de lo que se dejó de hacer, que en mi caso fueron muchas cosas, y esa sensación de tiempo perdido que quieres recuperar antes de que llegue la fecha designada, y probablemente en los primeros tiempos de superarla también. Y me refiero al hecho de, o bien comportarse y querer hacer lo que no hiciste con veinte años, o bien revivir escenas de ese pasado en que había menos dudas de que te rondara la juventud, pero cuando el paso del tiempo, y de los años, no te permite realizarlos como entonces. No hay cuerpo que aguante las mismas barbaridades diez años después, a no ser que sea con la ayuda de la química.
Si a los hechos nos remitimos, cada vez estoy más desarretado. Y eso en sí no sería malo, si no fuera porque, como ya he dicho, ni mi hígado ni mi cabeza tienen veinte años. Han cumplido unos cuantos más y llevan mucho corrido como para no pasar factura. Todavía me queda para aquello de actuar sin pensar en todo momento, pero lo hago con frecuencia. He perdido gran parte del raciocinio, y lo hecho de menos. Al menos mi estado general. Quizá debiera dejar por fin de beber. Pero no será hoy. Lo único que espero es no perder nunca el sentido de la arena.
No se si es malo, pero bueno del todo tampoco, el que cada vez tenga menos sentido de los límites y la mesura. Como ya he dicho, creo que tiene que ver con la crisis de los treinta, crisis en la que estoy inmerso desde antes de cumplir los veintinueve, pero el caso es que, tras años de barbecho en lo emocional, cada vez me desbordo más y mis comportamientos se vuelven más infantiloides. Tiene que ver, como en toda crisis etaria, con ese sentimiento de lo que se dejó de hacer, que en mi caso fueron muchas cosas, y esa sensación de tiempo perdido que quieres recuperar antes de que llegue la fecha designada, y probablemente en los primeros tiempos de superarla también. Y me refiero al hecho de, o bien comportarse y querer hacer lo que no hiciste con veinte años, o bien revivir escenas de ese pasado en que había menos dudas de que te rondara la juventud, pero cuando el paso del tiempo, y de los años, no te permite realizarlos como entonces. No hay cuerpo que aguante las mismas barbaridades diez años después, a no ser que sea con la ayuda de la química.
Si a los hechos nos remitimos, cada vez estoy más desarretado. Y eso en sí no sería malo, si no fuera porque, como ya he dicho, ni mi hígado ni mi cabeza tienen veinte años. Han cumplido unos cuantos más y llevan mucho corrido como para no pasar factura. Todavía me queda para aquello de actuar sin pensar en todo momento, pero lo hago con frecuencia. He perdido gran parte del raciocinio, y lo hecho de menos. Al menos mi estado general. Quizá debiera dejar por fin de beber. Pero no será hoy. Lo único que espero es no perder nunca el sentido de la arena.
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