Estar de vacaciones es agotador, y no da tiempo para hacer nada. Que se lo digan a la ropa que tengo desde hace una semana esperando la plancha que nunca llega. Entre que te levantas tarde, porque para algo estás de vacaciones, desayunas, juegas a la play, tonteas un rato por casa, recoges un poco (que se note que no haces nada), luego marchas de compras o a un spa o de cañas o a comer directamente, empalmas con el café, luego con las copas, con las cervezas de la tarde, con la cena, y llegas a casa y te pones a ver Twin Peaks hasta las dos de la mañana... como que se te va el día así como quien no quiere la cosa. Y la ropa sin planchar.
Pero eso sí, renuevas el vestuario. En mi afán de convertirme en la Imelda Marcos de los gafapastas renegados, ayer, después de casi seis meses, me volví a ir de compras. Todo contento conmigo mismo y con las (pocas) compras navideñas que ya he realizado (para tranquilidad mía y de algún dueño de alguna tienda que se pone de mala hostia con aglomeraciones y agradece, también en forma de rebajas, la venta con tranquilidad), además de alguna otra adquisición que no me cabe en el vestidor, contemplé anonadado como salía de una confitería una señora con un llamativo abrigo color beige con dibujos verde botella y unos fruncidos en rosa que acababan en un lazo rosa. Todo ello iba perfectamente conjuntado con unas medias verde botella (del mismo verde, exactamente el mismo que los dibujos del abrigo) y unos zapatos de ante rosa (del mismo rosa, exactamente el mismo que el fruncido del abrigo) que parecían llevar puestos más de diez minutos y aún así no tenían ni un sólo lamparón (cosa que yo creía imposible en el ante). Acompañaba el conjunto un bolso de charol negro que podría haber quedado mal si no fuera porque llevaba unas gafas de resina también negras... y eso que sólo la vimos por detrás. Tal proeza era realizada por dicha señora, que aparentemente no contaba más allá de treinta y cinco o cuarenta años, como si se acabara de colocar lo primero que hubiera sacado el armario y le hubiera caido encima tal cual. Fascinado me quedé, y decidí que yo de mayor también quería ser como ella. Y a pesar de resultar de lo más superficial, tengo que decirlo, eso si que es tener talento.
Pero eso sí, renuevas el vestuario. En mi afán de convertirme en la Imelda Marcos de los gafapastas renegados, ayer, después de casi seis meses, me volví a ir de compras. Todo contento conmigo mismo y con las (pocas) compras navideñas que ya he realizado (para tranquilidad mía y de algún dueño de alguna tienda que se pone de mala hostia con aglomeraciones y agradece, también en forma de rebajas, la venta con tranquilidad), además de alguna otra adquisición que no me cabe en el vestidor, contemplé anonadado como salía de una confitería una señora con un llamativo abrigo color beige con dibujos verde botella y unos fruncidos en rosa que acababan en un lazo rosa. Todo ello iba perfectamente conjuntado con unas medias verde botella (del mismo verde, exactamente el mismo que los dibujos del abrigo) y unos zapatos de ante rosa (del mismo rosa, exactamente el mismo que el fruncido del abrigo) que parecían llevar puestos más de diez minutos y aún así no tenían ni un sólo lamparón (cosa que yo creía imposible en el ante). Acompañaba el conjunto un bolso de charol negro que podría haber quedado mal si no fuera porque llevaba unas gafas de resina también negras... y eso que sólo la vimos por detrás. Tal proeza era realizada por dicha señora, que aparentemente no contaba más allá de treinta y cinco o cuarenta años, como si se acabara de colocar lo primero que hubiera sacado el armario y le hubiera caido encima tal cual. Fascinado me quedé, y decidí que yo de mayor también quería ser como ella. Y a pesar de resultar de lo más superficial, tengo que decirlo, eso si que es tener talento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario