Era de madrugada cuando llegaron. El plan de los controladores de Barajas para castigar a los pasajeros por no poder comprarse sus nuevos yates había dado el resultado esperado y, cuando ya salían de recoger las maletas, era lo suficientemente tarde como para haber perdido el tren que los llevaría al centro de la ciudad y, por ende, a las cercanías del hotel donde se tenían que hospedar.
Fue por ello por lo que no hubo más remedio que recurrir al taxi y a un taxista que les dió mala espina desde el principio. Él los mandó a otra parte bajo la promesa de otra parada de taxis específica para hoteles y ellos descubrieron demasiado tarde que les había engañado como un vulgar taxista español.
Afortunadamente hubo otros que se hicieron cargo y llegaron al Hotel Crown más tarde que pronto.
El recepcionista, con evidente enfado fruto posiblemente de tener que trabajar un sábado por la noche en vez de irse a una sauna o un leather-club, fue lo menos servicial que pudo pero eso no los desanimó. Sobre todo porque tenían tanta hambre que el desánimo no podía ir a más.
Tras instalarse levemente y descubrir que los champús se pueden derramar en las bolsas de aseo, iniciaron su periplo por la noche de Kovenhavn con más ganas que pericia y comprobaron que su instinto nunca fallaba y que volvían a estar, como siempre, en zona de putas.
Las Mamadús, así bautizadas en honor a un piano bar sospechoso cuanto menos, eran hábiles y agresivas, prácticando diligentemente tanto el toque al paquete como el pellizco al pezón con todo ser humano susceptible de tener pene (y una cartera con dinero) aunque con escaso éxito.
Tras varios intentos de conseguir un sitio para cenar, y dándose cuenta de que a la una y media de la mañana iba a ser un tanto complicado, acabaron sin saberlo en lo que sería una de sus salvaciones culinarias para todo el viaje: un Kebab.
Allí fueron advertidos por un sospechosamente simpático danés de que hubiera sido mejor quedarse en Dinamarca o irse a Suecia, pero como nuestros héroes nunca habían confiado en la bondad de los extraños, no hicieron mucho caso y planearon buscar hotel en Oslo al día siguiente.
La noche continuó sin éxito y marcharon a dormir (alguno antes que el resto) para coger suficientes fuerzas para hacer al día siguiente lo que habían venido a hacer.
Fue por ello por lo que no hubo más remedio que recurrir al taxi y a un taxista que les dió mala espina desde el principio. Él los mandó a otra parte bajo la promesa de otra parada de taxis específica para hoteles y ellos descubrieron demasiado tarde que les había engañado como un vulgar taxista español.
Afortunadamente hubo otros que se hicieron cargo y llegaron al Hotel Crown más tarde que pronto.
El recepcionista, con evidente enfado fruto posiblemente de tener que trabajar un sábado por la noche en vez de irse a una sauna o un leather-club, fue lo menos servicial que pudo pero eso no los desanimó. Sobre todo porque tenían tanta hambre que el desánimo no podía ir a más.
Tras instalarse levemente y descubrir que los champús se pueden derramar en las bolsas de aseo, iniciaron su periplo por la noche de Kovenhavn con más ganas que pericia y comprobaron que su instinto nunca fallaba y que volvían a estar, como siempre, en zona de putas.
Las Mamadús, así bautizadas en honor a un piano bar sospechoso cuanto menos, eran hábiles y agresivas, prácticando diligentemente tanto el toque al paquete como el pellizco al pezón con todo ser humano susceptible de tener pene (y una cartera con dinero) aunque con escaso éxito.
Tras varios intentos de conseguir un sitio para cenar, y dándose cuenta de que a la una y media de la mañana iba a ser un tanto complicado, acabaron sin saberlo en lo que sería una de sus salvaciones culinarias para todo el viaje: un Kebab.
Allí fueron advertidos por un sospechosamente simpático danés de que hubiera sido mejor quedarse en Dinamarca o irse a Suecia, pero como nuestros héroes nunca habían confiado en la bondad de los extraños, no hicieron mucho caso y planearon buscar hotel en Oslo al día siguiente.
La noche continuó sin éxito y marcharon a dormir (alguno antes que el resto) para coger suficientes fuerzas para hacer al día siguiente lo que habían venido a hacer.
A la mañana siguiente y tras inundar el baño a causa de un sumidero externo a la bañera por el que salía el agua que ésta se tragaba, subieron a desayunar a un pequeño comedor de cuyo mobiliario no cabía duda la procedencia (y no seré yo quien le de publicidad a Ikea) donde se especificaba que la comida era para consumir allí y no para hacerse bocadillos para el camino.
Tras ello, y dispuestos ya a iniciar periplo copenhaguense, bajaron a la recepción en busca de ordenador decididos a ni siquiera saludar al recepcionista. Pero como este se había ido ya a su casa (o más seguramente a buscar un cuarto oscuro) y la amable recepcionista de la mañana parecía estar satisfecha, aprovecharon para preguntar dudas mientras organizaban la siguiente parada del viaje.
Una vez terminados los trámites previos y bajo un cielo despejado que prometía un calor que ni se imaginaban que pudiera hacer allende las escandinavias, iniciaron su búsqueda cámara en mano porque, como siempre en los viajes, lo importante es que se note que has estado allí.
Sin parar de hacer fotos a todo lo que pareciera un edificio importante, pasaron por la estación central o Kovenhavns Hovedbanegard (con circulito arriba de la última "a", que en el teclado cristiano no viene), el Tivoli (un parque de atracciones donde millones de gentes querían entrar), el Ayuntamiento, el Hotel Palace, el National Museet, el Parlamento, las dos Óperas (la nueva, diseñada por el reverso tenebroso de Calatrava y la antigua, a estas alturas mucho más original), los ministerios y millones de Iglesias, y decidieron que la crisis del ladrillo no había llegado a Dinamarca. Por lo menos la del ladrillo rojo.
Diseñando un itinerario que les permitiría ir sin dar vueltas a Christiania en la tarde, subieron hacia el Botanisk Have y el Rosenborg Have, donde pudieron admirar el ladrillo rojo del Rosenborg Slot, y después encaminaron sus ya magullados pies hacia la zona objeto de su búsqueda, el Churchill Park y sus aledaños, para poder hacerse la foto con la Sirenita y así tener el recuerdo y no tener que volver nunca más a ver ladrillo rojo.
El carril bici en Kovenhan funciona, y de hecho es un carril bici de verdad y no lo que Monteserrín ha puesto en Sevilla, con lo que la parte más complicada del día fue esquivar bicicletas y pasos de cebra protegidos para conseguir llegar al parque de las narices, donde además de la Mermaid se encuentra la Ciudadela, la Iglesia de St. Alban y la impresionante fuente de Gefion, únicos motivos que pudieron encontrar nuestros héroes dado que la puta Mermaid de los cojones no aparecía por ninguna parte.
Tras ir de un lado a otro, con los pies echando chispas y habiendo dado por visto desde lejos el Palacio Real (Amalienborg Slotsplads), encontraron un muelle donde se podía beber cerveza a precio razonable (y de oferta comprando mucho) y donde los Kovenhanienses habían ideado una playa donde tomar el imponente sol que achicharraba ese día.
Y achicharraba efectivamente porque, tras muchas cervezas con las que calmar la sed y la desesperación, la piel de nuestros protagonistas lucía como la de un escandinavo cualquiera en Playa del Inglés lo que, en última instancia y fruto de la ya más que incipiente borrachera, movió nuevamente a nuestros muchachos a continuar su búsqueda.
Desandando el camino andado para continuar en dirección opuesta y mientras alguno ayudaba al servicio de riego de parques y jardines de la ciudad, decidieron, por fin, preguntar en su estupendo inglés de Fuenla a los únicos españoles que encontraron en el camino y que tuvieron a bien informarles de que la puta Mermaid de los cojones estaba en la Exposición de Shangai y que lo que habían dejado en su lugar era "una foto y es horrorosa".
Sin ánimos para quejarse al Ayuntamiento y con más hambre que el perro de un ciego, continuaron con su plan original y emprendieron camino al barrio hippie de la ciudad mientras paraban a comer lo que sería otro de los descubrimientos culinarios de su viaje: el perrito caliente.
Como ni por esas se les había calmado el hambre, y a pesar del odio acérrimo a los Macarronis por parte de alguno de los miembros del equipo, siguieron consumiendo comida sana y realizando incursiones en la gastronomía típica escandinava y disfrutaron de una estupenda pizza sentados en un parque.
Las calles seguían, los pies dolían más y el cerebro daba para poco por lo que, cuando llegaron a Christiania, estuvieron en el sitio más indicado. Una antigua comuna poblada de perroflautas bebiendo cervezas de marca sentados delante de sus iBook a pesar de un concierto, terminaron de convencer a algunos de que lo hippie ha pasado con más pena que gloria a la historia de la humanidad y que, por mucho circo que se haga y muy pintoresco que resulte, lo que no puede ser no puede ser, y además es imposible.
La vuelta al hotel fue un auténtico suplicio pero, a pesar de ello, parte del grupo marchó a buscar algo por la noche (aunque el extraño del día anterior ya había informado de que iba a ser para nada) mientras uno, el más sensato (o sea, yo) moría en la cama hasta el día siguiente. Y al parecer, no encontraron lo que buscaban, porque la Sirenita de los huevos seguía estando en Shangai.
Tras ello, y dispuestos ya a iniciar periplo copenhaguense, bajaron a la recepción en busca de ordenador decididos a ni siquiera saludar al recepcionista. Pero como este se había ido ya a su casa (o más seguramente a buscar un cuarto oscuro) y la amable recepcionista de la mañana parecía estar satisfecha, aprovecharon para preguntar dudas mientras organizaban la siguiente parada del viaje.
Una vez terminados los trámites previos y bajo un cielo despejado que prometía un calor que ni se imaginaban que pudiera hacer allende las escandinavias, iniciaron su búsqueda cámara en mano porque, como siempre en los viajes, lo importante es que se note que has estado allí.
Sin parar de hacer fotos a todo lo que pareciera un edificio importante, pasaron por la estación central o Kovenhavns Hovedbanegard (con circulito arriba de la última "a", que en el teclado cristiano no viene), el Tivoli (un parque de atracciones donde millones de gentes querían entrar), el Ayuntamiento, el Hotel Palace, el National Museet, el Parlamento, las dos Óperas (la nueva, diseñada por el reverso tenebroso de Calatrava y la antigua, a estas alturas mucho más original), los ministerios y millones de Iglesias, y decidieron que la crisis del ladrillo no había llegado a Dinamarca. Por lo menos la del ladrillo rojo.
Diseñando un itinerario que les permitiría ir sin dar vueltas a Christiania en la tarde, subieron hacia el Botanisk Have y el Rosenborg Have, donde pudieron admirar el ladrillo rojo del Rosenborg Slot, y después encaminaron sus ya magullados pies hacia la zona objeto de su búsqueda, el Churchill Park y sus aledaños, para poder hacerse la foto con la Sirenita y así tener el recuerdo y no tener que volver nunca más a ver ladrillo rojo.
El carril bici en Kovenhan funciona, y de hecho es un carril bici de verdad y no lo que Monteserrín ha puesto en Sevilla, con lo que la parte más complicada del día fue esquivar bicicletas y pasos de cebra protegidos para conseguir llegar al parque de las narices, donde además de la Mermaid se encuentra la Ciudadela, la Iglesia de St. Alban y la impresionante fuente de Gefion, únicos motivos que pudieron encontrar nuestros héroes dado que la puta Mermaid de los cojones no aparecía por ninguna parte.
Tras ir de un lado a otro, con los pies echando chispas y habiendo dado por visto desde lejos el Palacio Real (Amalienborg Slotsplads), encontraron un muelle donde se podía beber cerveza a precio razonable (y de oferta comprando mucho) y donde los Kovenhanienses habían ideado una playa donde tomar el imponente sol que achicharraba ese día.
Y achicharraba efectivamente porque, tras muchas cervezas con las que calmar la sed y la desesperación, la piel de nuestros protagonistas lucía como la de un escandinavo cualquiera en Playa del Inglés lo que, en última instancia y fruto de la ya más que incipiente borrachera, movió nuevamente a nuestros muchachos a continuar su búsqueda.
Desandando el camino andado para continuar en dirección opuesta y mientras alguno ayudaba al servicio de riego de parques y jardines de la ciudad, decidieron, por fin, preguntar en su estupendo inglés de Fuenla a los únicos españoles que encontraron en el camino y que tuvieron a bien informarles de que la puta Mermaid de los cojones estaba en la Exposición de Shangai y que lo que habían dejado en su lugar era "una foto y es horrorosa".
Sin ánimos para quejarse al Ayuntamiento y con más hambre que el perro de un ciego, continuaron con su plan original y emprendieron camino al barrio hippie de la ciudad mientras paraban a comer lo que sería otro de los descubrimientos culinarios de su viaje: el perrito caliente.
Como ni por esas se les había calmado el hambre, y a pesar del odio acérrimo a los Macarronis por parte de alguno de los miembros del equipo, siguieron consumiendo comida sana y realizando incursiones en la gastronomía típica escandinava y disfrutaron de una estupenda pizza sentados en un parque.
Las calles seguían, los pies dolían más y el cerebro daba para poco por lo que, cuando llegaron a Christiania, estuvieron en el sitio más indicado. Una antigua comuna poblada de perroflautas bebiendo cervezas de marca sentados delante de sus iBook a pesar de un concierto, terminaron de convencer a algunos de que lo hippie ha pasado con más pena que gloria a la historia de la humanidad y que, por mucho circo que se haga y muy pintoresco que resulte, lo que no puede ser no puede ser, y además es imposible.
La vuelta al hotel fue un auténtico suplicio pero, a pesar de ello, parte del grupo marchó a buscar algo por la noche (aunque el extraño del día anterior ya había informado de que iba a ser para nada) mientras uno, el más sensato (o sea, yo) moría en la cama hasta el día siguiente. Y al parecer, no encontraron lo que buscaban, porque la Sirenita de los huevos seguía estando en Shangai.
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