sábado, 28 de noviembre de 2009

1. Viajes.

De cómo poder ir de Las Palmas a Barcelona y no morir en el intento.

Las vacaciones son estresantes. Hay que elegir sitio, compañía, vuelos, hoteles, tiempo de estancia, más vuelos, más hoteles, casas de amigos, invitaciones que hacer, ropa que meter en la maleta, ropa que dejar en casa, artilugios, bolsos, gente que te cuide las plantas o formas de que se cuiden ellas solas, comidas que hacer para agotar lo que queda en el frigorífico, momento de realizar limpieza en casa, si cambias la ropa de cama antes de irte o cuando vuelvas, métodos para ir al aeropuerto... y sobre todo vuelos.
Vivir en una isla a mil y pico de kilómetros del resto del país hace bastante complicada la salida a casi cualquier parte por otro medio que no sea aéreo, pero de un año a esta parte además las líneas aéreas se están poniendo de acuerdo para que lo que resulte imposible sea ir a cualquier lado sin tener que pasar por Madrid, aunque sea a Lanzarote.
Incluso habiendo abierto la nueva terminal del Prat, esa enorme y larguísima que quiere ser como la T4 porque lo fundamental en los aeropuertos españoles es librar del sedentarismo a la humanidad a base de carreras, es más difícil viajar a Barcelona que antes. Es lo que tiene haber anulado dos de los vuelos directos y que los otros dos que quedan sean de mañanita (cuando hay gente que tiene que trabajar) y caros como el demonio.
En fin, que la única forma medianamente decente (también en precio) de iniciar las vacaciones fue coger un vuelo a Barcelona vía Madrid, con sólo tres cuartos de hora entre uno y otro, con las ventajas para los gemelos que eso tiene: el vuelo de ida siempre llega tarde y te tienes que convertir en Ben Johnson (dopado).
Aparte de eso, Spanair sigue siendo tan incómodo como siempre aún en asientos de emergencia, pero el personal es de lo más agradable que te encuentras en las compañías aéreas (si exceptuamos las azafatas de Air Nostrum, que creo que ya no vuela... todo por ahorrar en chapatitas de tortilla).
La llegada a Barcelona no podía ser más que accidentada y comenzó tomando un autobús que no era y que me llevó a Plaza Catalunya tras pasar por el Prat de Llobregat, Hospitalet, Cornellá, Mataró, Girona y Zamora... mientras el amigo con el que me quedaba fumando esperaba, aterido en la parada del autobús que sí era.
Quédense tranquilos, no se le gangrenaron los ñoñitos, con lo que en vez de ir a por un cirujano vascular, nos fuimos a comer algo (tras seis horas de viaje yo lo que quería era cerveza, y mucha) y nos empezamos a poner al día porque en siete años sin vernos había pasado alguna cosilla que otra.
Eso sí, al aeropuerto la mañana siguiente (desde donde íbamos a Paris) llegué habiendo dormido cuatro horas, es decir, pletórico, confuso y desorientado en general. ¡Qué bonitos los reencuentros!


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